Diez años. Diez se cumplían, Marito. La concha tuya. Diez años de que te habías ido. ¿Y por qué? Por la joda de esa noche. Por irte a bailar a El Templo. Pegado a la Base Naval, en Punta Alta. Ciudad de fachos.
—¿Por qué te vas hasta ahí? —te pregunté— ¿Tan pelotudo sos, que te gusta rodearte de milicos?
—No seas así. Sabés que va Claudia. Tengo que ir. Sino me la ganan de mano.
—¿Ves? ¡No te digo que sos un boludo! ¡Si Claudia ni te registra! ¡Está muerta por el Chino, date cuenta!
—El boludo sos vos, que no entendés nada. Cuando el corazón tira, no queda otra. Además el Chino está en offside —respondiste y te cagaste de risa. Como lo hacías siempre, abriendo grande la boca, mostrando todos los dientes —incluso el que te había partido de un codazo a los doce— y tirando la cabeza bien hacia atrás. Después el sonido de foca. Como ahogado. De haber sabido que era la última vez, me hubiese quedado un rato más con vos en la pieza. Con alguna excusa. Quizá con el vinilo de Zeppelin al palo y cantando juntos. Pero te fuiste, hijo de puta, and my spirit is crying for leaving. Se te extraña, hermano. Y cuánto.
Después nos llegaron los datos: que te habían robado la billetera en el boliche, que el del bondi no te quiso llevar sin pagar, que nadie te facilitó un boleto y que, como estabas medio en pedo, quisiste volver caminando para no joder a nadie. ¡Para no joder! Veinticinco kilómetros hay desde esa ciudad del orto hasta casa. ¡Veinticinco! Y los quisiste hacer a pie. Por la ruta. A oscuras. Era obvio que no te iban a ver. Era obvio que te que te la iban a poner. Y cómo te la pusieron, hermano. No es justo. Pero diez años no son joda. Diez años y el dolor seguía. Por eso quise hacer algo para recordarte. Y la pintada en la calle fue lo único que se me ocurrió. En esa época no se usaba dejar señaladas las estrellas amarillas que hoy están en casi todas las rutas. Un color, una figura, un nombre y una muerte. Con solo verlas en el asfalto, sabés lo que pasó. Y se te frunce todo. Yo los llamé, les pregunté si había drama con que la pintemos nosotros, ya que había pasado tiempo. Ellos me dieron el ok. Hablaron con la vieja también. Se puso contenta. Por eso la convencí a Daiana que diez años era una buena fecha para pintar la tuya. Sí, ya sé lo que vos me dirías: que qué carajo hago yo con ella. Y tenés razón, es de otro palo. Pero mueve el culo que da miedo, ¿sabés? Y desde que te fuiste no tengo más ganas de pensar en nada. Ya tengo más de treinta y con dormir acompañado me alcanza. Y Dai no es mala piba. Solo que todavía es una pendeja y no entiende. No entiende.
El accidente había sido en la banquina, frente a la casa que decían que está embrujada. Eso me contaron tus amigos. Ahí te la dio el auto. Ahí dejaste el cuerpo roto en varias partes y tu sangre, la mía, embarrada en el asfalto que se desgranó en la frenada.
La estrella la pintamos en cinco minutos. Era domingo, a las tres de la tarde: todos los fachos durmiendo la siesta y el camino completamente vacío. Con un esténcil hecho con una radiografía vieja que era de la tía. Daiana la cortó prolijo. Incluso las letras que decían Mario en el interior. La miramos unos segundos. Brillaba sobre la ruta. En unos días, el tránsito se encargaría de apagarla, pero estaba bien. Era un homenaje digno. Ella dijo algo de rezar y me dio un poco de ternura. Después desarmó un cigarrillo, haciéndolo girar con sus dedos, y dejó caer el tabaco sobre la pintura fresca. Algo murmuró, pero no quise preguntar qué. Terminado el ritual, nos sentamos a fumar en la reja de la casa que parecía abandonada.
—¿No escuchás el quilombo ese de canarios? —me preguntó y soltó el humo despacio.
—¿Qué canarios?
—Esos que hacen bardo adentro de la casa.
—Vos estás mal.
—No seas pelotudo, escuchá.
—No escucho nada.
—¡Entremos a ver! —dijo y se paró decidida.
—A vos te chifla el orto. ¿No sabés lo que dicen de esa casa?
—Sí.
—¿Entonces?
—Al final sos un cagón, boludo.
—Todo lo que quieras, pero a esa casa no entro ni en pedo.
—Dale —insistió y me tironeó de los brazos para levantarme—. Entremos que me dieron ganas de coger.
La puerta era un mantel que hacía de cortina. Margaritas rojas, verdes y unas violetas estampadas en esa tela, eran lo único que nos separaban del interior. Pero el cagazo, Marito, el cagazo que yo tenía era más fuerte que cualquier cerradura. Las historias del lugar eran muchas. También me acordaba de las que vos me habías contado cuando era más chico. La del perro sin cabeza que espantaba a la gente o la de los dueños sin piernas. Te juro que no sé por qué la seguí. Cuando quiero puedo ser muy pelotudo.
Sobre la entrada un camino de algo que parecía sal o azúcar, cruzaba de punta a punta el marco de la puerta. Dai dudó unos segundos antes de entrar y yo, que venía con el envión del miedo, la empujé hacia adentro.
—¡Bancá un poco, boludo!
—Fue sin querer —le respondí— ¿Pero no eras vos la que quería entrar, por qué te calentás?
No había luz. Eso no nos sorprendió. Sí lo hizo la interminable cantidad de velas derretidas, pegoteadas una sobre otras, en cada marco de las ventanas.
—Esto es raro, flaca. Vámonos a la mierda.
—Dejá de ser tan marica. Son velas nomás. Busquemos si hay un colchón.
La casa no estaba tan arruinada como pensaba. El interior parecía en buen estado a pesar de no tener puertas y la mayoría de las ventanas rotas. El living era muy amplio, casi como toda la casa en la que vivíamos con mamá desde lo tuyo. La vieja había pasado por lo clásico: dormir todo el día, escabiar de noche, llorar y volver a dormir. Ya no hacía los laburos de costura para la tienda de la tía. Tuve que salir a buscar una changa. Al principio fue duro, pero después entré al supermercado de los Peña. Sí, ya sé. Los detesto, pero ¿qué otra opción me quedaba? La vieja estaba anulada y había que comer. Como repositor no me va mal. Sobrevivimos. Y, además, ahí conocí a Daiana. Hacía poco que ella había llegado de Venezuela y enseguida pegamos onda.
—Atrapá —me dijo con un tono de sorpresa y me tiró una manzana.
—¿De dónde sacaste esto?
—De ahí —señaló una especie de altar improvisado. Varias manzanas, unos cuantos billetes de un dólar y dos o tres imágenes de lo que daba la impresión de ser un santo.
—Se parece a Escobar —bromeé.
—No seas ignorante —respondió—. Ese es Jesús Malverde.
—¿Quién?
—Jesús Malverde. Como el Gauchito Gil, pero mexicano.
La manzana estaba en buenas condiciones. Le di un mordisco.
—¿Qué tal está?
—Un poco ácida.
Daiana agarró otra y empezó a comerla. También se guardó los dólares en el bolsillo.
—No creo que él los necesite —me guiñó el ojo.
—¡Dejá eso ahí! —le pedí—. Con eso no se jode.
Se rio y me empujó de un brazo. Recorrimos el resto de la planta baja. La cocina, con señales de haber sido usada hace muy poco tiempo y las dos habitaciones de abajo. Estropeadas, pero prolijas. Era obvio que ahí vivía gente.
—Vámonos de acá, flaca —insistí—. La gente va a volver en cualquier momento.
—El baño, nomás. Vemos el baño y nos vamos.
Tuvimos que subir la escalera para encontrarlo. Inmenso, Marito. Vos te hubieses reído. Lo sé. En el medio una bañadera enorme. Con patas de animales, de bronce. Un lavamanos desproporcionado. Yo entraría, cómodo, adentro. Todo lleno de velas apagadas. El espejo, renegrido por la humedad, reflejaba nuestras caras borroneadas. En la mía noté el cagazo. Los ojos de Dai, en cambio, brillaban demasiado.
—¿Y? —me preguntó con un tono impostado— ¿No pensás hacer nada, vos?
La agarré de la cintura y la apoyé contra el borde de mármol donde había menos cera. Quizá tomé demasiado impulso para alzarla, quizá resbaló en la vela derretida, pero con el impulso, pasó de largo y se golpeó la nuca en el espejo. El sonido retumbó en la casa y se escuchó cómo unas palomas volaban asustadas.
—Tranquilo, campeón. Controlá esa fuerza.
La agarré de la nuca y le mordí el cuello. Pude sentir algo pegajoso en la punta de mis dedos al enredarlos en su pelo. La alejé y noté que era sangre. Ahí me asusté, Mario. La última sangre que había visto era la tuya sobre el suelo. Me separé unos pasos.
—¿Qué hacés? —me dijo—. ¿Pasó algo?
La miré un buen rato y te juro, Mario, que no era la misma. Había algo distinto. No sé. Su mirada. Su gesto. Algo. Pero esa no era Dai.
—¿Estás bien? —volvió a preguntar.
—Sí, claro. ¿Y vos?
—Sí.
—Pero ¿y la sangre?
—¿Qué sangre?
—La de la nuca, boluda. No ves que te sale sangre —le mostré mis dedos rojos.
—No seas gil. Eso no es sangre —respondió.
Pero lo era. Estoy seguro, Marito, lo era.
—Bancá un poco que quiero mear —me dijo, empujándome afuera del baño.
Cerró la puerta y pude escuchar que deslizaba una traba. Ahí todo empezó a ser confuso, hermano. Primero pensé que el murmullo que se escuchaba eran los ruidos de las cañerías de esa casa arruinada. El bidet, me dije. Cómo carajo va a usar el bidet en una casa desconocida. ¡Encima metía un bardo! Si había alguien cerca, podía escucharnos. Pero enseguida me di cuenta de que no. No eran caños sino ecos. Yo todavía quiero creer que no, que nada fue así. Que la flasheé por el cansancio y la emoción del recuerdo, que vos no tuviste nada que ver, pero ella te nombró y por eso te lo estoy contando ahora.
—Dai, ¿estás bien? —golpeé la puerta con fuerza.
No respondió, la forra. Los ruidos se hicieron como un canto de cancha. Cada vez más intenso. Que iba más allá del baño y llegaba a todas las habitaciones de la casa. El cagazo, Marito, no te lo puedo explicar. Las piernas se me pusieron duras, casi que no podía moverme. Yo le gritaba a Dai, pero la flaca ni noticias. Dejé de golpear cuando el ruido se hizo insoportable.
—¡Dai! ¡Dai!, ¡la concha tuya, Daiana!
Y nada. El quilombo era tremendo, pero entre ese ruido pude escuchar voces. Hablaban fuerte. Discutían. Se gritaban con fuerza.
—¡Daiana, salí! ¡Déjate de joder y salí! —insistí—. ¡Vámonos, por favor! ¡Tengo miedo!
Entonces los gritos se pausaron por un segundo y en ese espacio se filtró su voz. La de siempre, la que me dijo Te amo entre las góndolas del supermercado, la que aceptó venirse a vivir con la vieja, la que me insistió para entrar a esa casa, la misma, pero más apagada, más grave y, te juro, más tenebrosa.
—Dice Mario que corras.
Y así lo hice. No estoy orgulloso, claro que no. ¿Pero qué podía hacer? Sé que soy un cobarde, las cosas se dieron así. Corrí. Con desesperación. Hasta que no pude más. Hasta que la casa estuvo lo más lejos posible. Después caminé. Hice los veinticinco kilómetros hasta llegar a nuestra ciudad. Y las pocas cuadras hasta la casa. Pensé en llamar a los chicos. En juntarnos unos cuantos, contarles lo que pasó aunque nadie me creyese e insistirles de ir a buscar a Dai, pero cuando llegué, ella estaba ahí, sentada en la cocina, esperando, con la pava recién sacada del fuego.
—Tomá, ¿querés uno? —dijo y me pasó un mate.
Diego Rosake (Bahía Blanca, 1979)
Es Lic. en Filosofía, editor y librero. Publicó Luna en bicicleta (HD, 2015) Las estatuas olvidadas no aparecen en los manuales de historia (Caleta Olivia, 2020, 2° ed 2021) y el libro álbum ¡Yo no quiero! (HD, 2021), con ilustraciones de Juliana Tarditto. Formó parte de las antologías Más vale cinco volando (Ediciones de la calle), Rizoma (Rizoma Editora) y Tropa voluntaria (VOX/LUX). Desde el 2007, dirige la editorial Hemisferio Derecho Ediciones