A la caza de la ballena

Lecturas de "Moby Dick".

Foto de A la caza de la ballena por undefined.

I

 

Cada lectura es un mundo, seguramente.

Mi primera vivencia de Moby Dick, la ballena, se dio a través de las estampas de una curiosa adaptación gráfica: se trataba de figuritas que, una vez cortadas de la planchuela troquelada en la que venían, debían pegarse secuencialmente al relato (cruelmente abreviado, como era de esperar) de la trágica historia del Pequod. Estas imágenes me atraían de una manera casi obsesiva, recuerdo, al punto de que frecuentemente sus detalles se me aparecían como el fantasma de alguno de mis sueños. ¿Cómo llegaron estas estampas a mis manos? No tengo memoria de ello. Igualmente, ¿cómo es que se fueron? ¿las perdí, por casualidad? Y, si así fue, ¿cuándo, exactamente? Tampoco puedo recordarlo. Pero en algún momento dejé de tener conmigo este pequeño libro-álbum con la historia adaptada en figuritas. Los dibujos aquellos vinieron y, del mismo modo, luego se fueron, dejando una impresión enérgica e indeleble en mí…

Porque no mentiría si dijera que estos dibujos a color fueron, si acaso, una motivación evocada —años más tarde— de camino hacia el sudeste asiático, embarcado en un viaje transoceánico que me llevó hacia otras aventuras, no menos fantásticas y terribles. Se ve que la idea del mar, así como la idea del misterio indomable del mar, se quedaron conmigo desde esa lectura infantil. No sé qué era lo que esperaba o buscaba, y de seguro emprendí aquel viaje por infinidad de razones. Pero sí sé que mi primer encuentro con esta trágica historia no fue inocente, ya que de seguro signó mi imaginario y mi sed de aventuras.  

Durante la travesía fue algo decepcionante que ni una sola ballena de ningún tipo se cruzara con nosotros en nuestro camino a Indonesia, debo decir. Conjeturé batallas a muerte —eso sí— en las profundidades debajo de nosotros: los cachalotes de leyenda combatían para mí con monstruos abisales, en duelos sin fin. En la medida en la que la realidad de los cetáceos me eludía certeramente, supongo que la fantasía de la ballena calaba aún más hondo en mi mente.

No pude alejarme de Moby Dick por mucho, de todos modos. Entre las ricas experiencias de esos tiempos, entre las alocadas vivencias que caracterizaron mi estadía en tierras lejanas, el territorio de la ballena blanca no se encontraba lejos.

 

II

 

Luego de aquellas lecturas infantiles, la imagen de la otra ballena, la cinematográfica — igualmente irreal, aunque menos inverosímil gracias a la suspensión del descreimiento un tanto más cómoda de la pantalla—, en efecto me llegó poco después del vasto océano, durante una tarde de lluvia en la que, hastiado de hachís y aburrimiento, me metí a una vieja y algo sórdida sala de cine en los suburbios de Yakarta. Si creyera en el azar, diría que el azar me llevó allí; prefiero pensar que la casualidad no existe, que estaba yo predestinado a sentarme en una de esas desvencijadas butacas de cuero bordó, a encender uno de esos cigarritos franceses que fumaba entonces, a apoltronarme ahí mismo colmado de ocio y de tedio, para presenciar la proyección de la película de John Huston doblada al malayo (lengua en la cual no hablaba yo ni una palabra).

En verdad, todavía no había llegado a conocer la historia completa; tiempo después habría de saber que el film no era tan —digamos— infiel a la novela que lo inspiró, a pesar de las inconmensurables distancias entre ambos medios. Podía establecer entonces, sin embargo, que sí había una incongruencia entre este Capitán Ahab y el de mi memoria visual, el que me habían legado las estampas troqueladas. Aun a pesar de que nunca había leído el libro hasta ese momento, y aun cuando el film poseía para mí una innegable resonancia shakesperiana de dramática belleza, quizás yo ya intuía que el cine no podía jamás hacerle justicia a literatura tan compleja. (Al otro lado de mi vida futura, así como al otro lado del mundo, iría a encontrarme con las palabras del director, que llamaba tanto a su obra como a la de Melville una “blasfemia”. Si consideramos mi fascinación, podríamos afirmar que yo ya era un creyente en los demonios que asolan el espíritu del hombre.) En cualquier caso, el pathos mismo del relato, aunado además a esa suerte de naturalismo pictórico de las escenas en pantalla, ciertamente me impresionaron. Posiblemente fue esta fuerte impresión —un juego de mi subconsciente, imagino— y, claro está, el alterado estado de mi percepción, lo que me transportó a una suerte de instante místico. Supongo que, como éramos varios los fumadores, el humo de tabaco que poblaba el recinto no ayudaba para nada. O que quizás ayudaba por demás. Sea como sea, la suma de tantos factores tan intensos había sido demasiado para mí.

Más mareado de lo que estaba al entrar, abandoné la sala y vomité en uno de los callejones cercanos. Poco después dejaría aquellas islas en las que cualquier semblanza de Moby Dick seguía escapándose de mí, para pasarme un año y medio en el Mekong, en donde sólo encontré grupos de delfines beluga de río, pero —claro— nunca una ballena.

 

III

 

Muchísimo más tarde, cuando tenía ya unos treinta años, iba camino a una reunión con una amiga escritora que vivía en New York, cuando la equivocación al doblar una esquina hizo que terminara en una pequeña galería del SoHo, que en esos días montaba una pequeña muestra nada menos que sobre el tema de la novela de Melville. Allí vi por primera vez unas ilustraciones del argentino Leopoldo Durañona, una veintena de planchas en formato comic. Era mi primer encuentro con Moby Dick en blanco y negro, y confieso que no me causó tanta impresión frente al recuerdo de mis otras ballenas. (A esas alturas, estos dibujos ya tenían unas décadas de viajes propios, me contaron, y supe algunos años después que Enrique Breccia terminó el trabajo de Durañona, quizás con una maestría de estilo bastante más contundente.) Pero fue lo que vi en una de las paredes de la exhibición lo que marcó el despertar de mi viejo interés por la ballena imaginada: colgados allí, se encontraban varios de los grabados originales con los que Rockwell Kent urdió, convocándolo del modo más vigoroso y potente, el leviatán de Herman Melville. Todo con lo que yo había fantaseado, todas las imágenes que —dormidas, aletargadas— sin duda me habitaban todavía, habían sido indudablemente evocadas —y opacadas, al mismo tiempo— por estas ilustraciones tan poderosas. Salí de la galería alucinado.

En el curso de la semana siguiente, ya había conseguido mi copia original de la edición de 1930 del libro de Melville ilustrado por Kent. Podríamos afirmar que venía leyendo Moby Dick por años, aunque sin leerla, pero había tenido que esperar casi dos décadas desde mi primera ballena para encontrarme con el libro en cuestión. Ésta, curiosamente, era mi primera llegada a la novela en sí, al hipotexto completo en su original en inglés. Tener este volumen en mis manos fue leerlo inmediata y febrilmente en un par de noches de insomnio.

Desde entonces, nunca dejé que la novela descansara. La novela, a su vez, nunca dejó que tampoco descansara yo.  

 

IV

 

Estaba viviendo en Buenos Aires en el 2005 cuando el Malba presentó parte de la Serie “Moby Dick” del artista Frank Stella. Entre aquel lejano encuentro con la película de Huston, y mi descubrimiento de la relación de mágico embeleso que Stella ha sostenido siempre con la obra de Melville, ya había visto yo incontables encuentros de este libro con las artes. Pero la serie artística que el Museo ahora exhibía tuvo en mí un efecto similar al que, años antes, había tenido conocer la interpretación personal que de la obra había hecho Rockwell Kent: frente a la ballena cinematográfica, mi cabeza estalló en mil millones de pequeñas esquirlas; en esta oportunidad mi mente implosionó, por así decirlo, en una anagnórisis de millones de nuevas reflexiones. No podía creer que la interpretación personal pudiese recorrer este tipo de grandes distancias; la remake que Stella había realizado (porque eso era: una verdadera remake del original, aunque en otro lenguaje) era fresca, era inspiradora. Venía, no obstante, a reafirmar las mismas concepciones, a conjurar las mismas viejas nociones, que yo encontraba en la novela. Me acordé, riéndome para mí mismo, de la idea de Huston sobre la blasfemia; volví a estar en aquella sala de cine en Yakarta; me sentí intoxicado nuevamente, mareado de humo y de placer.

Con estas nuevas imágenes de Moby Dick volví —una vez más, como tantas veces antes— al texto de la novela. Fijé en mi mente la visión de una de las obras de Stella en particular (un grabado que recuerdo se llamaba “Jonah Historically Regarded”) y, una vez en casa, abrí mi copia del libro. Era el Capítulo 111, y esto es lo que decía allí:

There is, one knows not what sweet mystery about this sea, whose gently awful stirrings seem to speak of some hidden soul beneath” (algo así como: “No se sabe qué dulce misterio hay en este mar, cuyos movimientos suaves y espantosos parecen hablar de algún alma que se esconde bajo la superficie”).

 

V

 

La relectura tal vez sea una forma de homenaje, no lo sé. Tal vez sólo sea otra forma de la afinidad. Yo la practico cada vez que puedo, en especial con ciertos textos. Encuentro un placer infinito en la relectura de un libro que significó algo sólido y verdadero en mi experiencia de vida. Así, releer Moby Dick ha sido para mí uno de esos rituales que, cada dos o tres años, uno celebra como una costumbre, como una obligación, o si se quiere como una re-afiliación amistosa con alguien, o algo, a quien nunca conocimos personalmente, pero que sabemos tan cercano. Una afirmación ritualista de, digamos, nuestra identidad construida en el tiempo. O bien revisito la novela en su totalidad, o bien sólo releo algunos pasajes y partes fragmentarias —a veces dejando que el libro se abra con la disposición caprichosa del azar; otras veces eligiendo un pasaje con una finalidad específica especial, tomando la novela con la misma oracular disposición con la que uno consulta el I Ching—.

 

Es un alivio saber que la historia de esta lectura no ha concluido. Por caso, mis amigos traductores y yo reanudamos a menudo nuestra convicción común en el viejo dicho que reza “traduttore, traditore”: todavía, después de tantos años, aún discutimos no sin cierto fervor nerd cómo trasladar al castellano la famosa línea —tan íntima, tan peculiar—, que sigue diciéndome (a mí, a mí solo) “Call me Ishmael”.

 

 

Martín Pomter

 

 


Fecha29/10/2023
Tiempo de lectura1 min


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