Hace un tiempo que tengo la impresión de que muchos poetas miran una revista de Avón o Natura para elegir qué van a escribir. Ahí observan las líneas dominantes de las tendencias en auge, los colores y prendas de moda. Esta tropa de aggiornados hace de la poesía un accesorio para complementar el outfit de una performance que no renueva nunca su forma y que solo cambia de tema de acuerdo a la tribuna.
Muchas veces, en esas revistitas de Avón, los poetas encuentran consignas de época y se hacen un ramito de lo más variopinto: tres unidades de ecologismo, dos de erotismo tierno, una de animalitos que sólo vieron en reels. Sus poemas se deslizan así sobre emociones fáciles. Estos poetas no se detienen nunca a cavar con paciencia de preso en la tierra seca del presente. No parece importarles mucho el pasado, el conocimiento de los recursos y herramientas del oficio ni, mucho menos, la pertenencia a un territorio, a un estado de la lengua, a una comunidad poética.
Por todo esto, no resulta extraño que desconozcan o ignoren adrede la obra de grandes poetas que viven en su misma ciudad, o que después de haber leído el Aullido de Ginsberg hayan bajado la persiana como un comerciante temeroso de que le saqueen el kiosquito de su sensibilidad amodorrada, adaptada al formato de la comunicación por redes sociales.
Me equivoco. Sé que soy injusto, pero si me dan unos párrafos van a querer salir corriendo ustedes mismos a sublimar el enardecimiento que provoca la estupidez actual de la ciudad desde la que escribo. Quizá así se pueda explicar mejor cómo es posible que un poeta como Alejandro Schmidt haya vivido sus últimos años en Río Cuarto y que solo unos pocos se dieran cuenta de lo valioso que era eso, lo que su elección decía de nuestra poesía.
La primera vez que me lo crucé fue en un ciclo en el que me tocaba leer. Cuando terminé, Alejandro se me acercó para pedirme los poemas que había escuchado. Charlamos unos minutos y quedé en mandárselos. Después de eso, Schmidt salió del lugar. Desde adentro, a través de la ventana, lo vi prender un cigarrillo y mirar cómo pasaban los autos. Casi era verano, todavía había luz.
Unos meses después me lo crucé en la cola del banco. Traidor, me dijo, falluto, nunca me mandaste los poemas. Y tenía razón. Me había olvidado. Quise pedirle disculpas en el momento, decirle que se me había pasado, pero él ya estaba yendo a la caja y yo tenía que reclamar por una estafa telefónica en otra parte del banco.
No le des bola al gordo, me dijo un amigo editor, al que Alejandro había elegido como albacea. Él es así, se pelea con todo el mundo y después se olvida. Ya vas a ver.
Pero nunca vi. Schmidt murió al poco tiempo. Mi amigo editor lo cuidó las últimas noches de internación. Según me dijo, hacía tiempo que el gordo venía achacándose y escribiendo lo que para mí es uno de sus mejores libros, que tituló Problemas con la vida. Un libro largo, escrito en pensiones de mala muerte, en hoteluchos de tercera clase.
Mientras Schmidt convivía con dealers y prostitutas, la poesía llenaba su muro de Facebook, a veces con más de diez poemas por día. En todos estos poemas aparece el talento inusual de un creyente capaz de concentrar en versos fulminantes una cosmovisión acorde a la vida que llevaba. Dice Schmidt en Rato a rato: “Puede ser/ que baje un ángel a resolver tus problemas/ a entibiar tu corazón/ a traerte los muertos/ (los ángeles existen, no lo dudes)/o que llegue el rey de las sombras puede ser/ y arranque todo lo que amás// dejá que la vida te destroce rato a rato//otra no hay”.
El título del libro va muy en línea con la increíble antología existencial que le publicó casi una década antes Editorial Nudista, llamada Romper la vida. Schmidt se la pasa rompiendo, teniendo problemas con su vida. Su camino es el del accidente espiritual. Sus poemas, los de un monje errante en el desierto de soja del sur de Córdoba. A Schmidt lo motorizaban la furia y la redención, la peregrinación sin destino y la erudición monstruosa del autodidacta. No escribía leyendo revistas de Avón, vivía en un streaming continuo de poesía, en línea directa con el sentido.
Reconstruyo con torpeza su vida porque lo que me llegan son parcialidades, chismes y odios de una ciudad tan propensa a la maledicencia como al abandono de todo lo que brilla. Me dijeron que no se hablaba con sus hijos; que había dejado atrás matrimonios y trabajos estables; que, empecinado en escribir, llegó a los cinco mil poemas, que los pasó, que fueron diez mil; que era capaz de almorzar una pizza de muzzarella entera él solo; que fumaba varios paquetes de cigarrillos al día; que casi no dormía porque se desvelaba leyendo y escribiendo poemas en su celular, poemas que no corregía nunca y que estaban hilvanados por el hilo de oro de quien tiene una obra completa en mente, y no solo un poemario; que ser su amigo era ser amigo de la Poesía; que conocía a todos los poetas del país y con todos tenía una anécdota que le hacía hervir la sangre.
Hasta hace un tiempo, cuando todavía era posible creer, cuando encontrarnos para celebrar la salida de un nuevo libro era una fiesta, en esta ciudad del interior inventamos un modo de unificar el trabajo cultural de viejos y jóvenes escritores. Me gusta pensar que en la mente del último gran poeta cordobés eso pesó a la hora de elegir su último destino. Me gusta creer que el norte de su brújula viajera le indicó esta tierra para que fuera el testigo antes del colapso y la llegada de las revistas de Avón.
Schmidt era un oráculo que no temía a la incomprensión. Su poesía exuda una sabiduría transparente, propia de quien hace su vida con la radio de fondo: “Todo poeta perdió las llaves de su casa/ su casa en el mundo de los otros// todo poeta lleva una cicatriz desconocida/ y tocándola/ la olvida// todo poeta ignora por qué escribe lo que escribe// nadie puede amar a un poeta/porque el poeta cree más en el amor que/ en el amante/ todo poeta sufre/ y con razón/ los prejuicios de la gente sensata/ todo poeta es el dios que adora/ todo poeta sabe que es el invitado de piedra/ de la poesía/ (y si no sabe… no sabe nada)// todo poeta tiene una deuda con la vida/ y paga su muerte/ muy puntualmente// todo poeta reconoce/ las lágrimas del sol”.
Poemas como este pueblan las páginas de sus más de sesenta o setenta libros, muchos de ellos publicados y traducidos a varios idiomas. En la obsesión sagrada de su escritura, la metapoesía tiene un lugar central. Así como para una antigua tradición teológica los dioses cobran conciencia de sí mismos a través de los mortales, en el caso de Schmidt, la eternidad consigna a través de su canal de streaming la relevancia y la inocuidad de los poetas en el cosmos.
Joaquín Vázquez
Es profesor y licenciado en Filosofía por la UNRC. Publicó los poemarios La voz en los maderos (Ed. Cartografías, 2016), Observaciones sobre las plantas (HD Ediciones, 2020) y Golpes en la puerta (Kintsugi editora, 2024); el libro de cuentos El nacimiento de un genio (Trench Editora, 2019); el libro-álbum ¿Qué es una criatura? (Ed, Cartografías, 2021); y Crónicas de infancia (Kintsugi, 2018/2022, dos ediciones). Dicta talleres literarios y coordina la Escuela Federal de Escritura