Apareció cuando la llama se puso verdosa. Apareció para que su hijo y su nieto lo vieran aparecer.
El hombre acomodó una silla. Venía de la heladera, trayendo agua.
—¿Es un reloj, no? —le indicó, para que viera. El chico hizo que sí con la cabeza. Era clara la mano de fuego flotando desde la cima de la vela. Cuando se alargó un poco reprodujo una muñeca —la forma torneada de una muñeca— y otra vez un reloj de pulsera, un puño incipiente de camisa. Las llamas se agrandaron hasta llegar a esbozar un codo imaginario en el aire de la habitación. El antebrazo de fuego ondulaba liviano y poderoso en la oscuridad. Después se volvió a achicar y quedó solamente el dedo índice. Por más que estuviera hecho de llamas, el chico pudo distinguir el nudillo. Hasta que se borró.
El chico encendió otro fósforo.
—¿Qué vas a hacer? —dijo el padre.
—Dejame probar.
El fósforo encendido se posó en el pabilo. La vela volvió a prenderse, primero con la forma de una uña de luz, luego con la del dedo índice desplegado y el resto de los dedos cerrados en el puño. La mano ajada, la muñeca otra vez con el reloj conocido por el padre del chico y un brazo encamisado, por fin, por detrás del codo y hasta el hombro del aparecido.
—Es el reloj del abuelo Oscar.
La pronunciación del nombre bastó para que las llamas se enojaran; el brazo dio un latigazo. Después se hamacó hacia la derecha y a la izquierda, titilando como una cinta encendida. Cuando el padre intentó soplarlo, lo avivó. El aire hizo crecer el hombro completo, el cuello de una camisa, el lado izquierdo de una cara. La media cara arrugada del abuelo Oscar. Un ojo y el perfil de su nariz aguileña. La inconfundible oreja del abuelo, como un durazno seco.
El chico fue a juntarse con el padre, al otro lado de la mesa. Los restos de la cena se veían, desperdigados sobre el mantel y a la luz mortecina, como un tibio accidente. El costado en llamas tal vez leyó ese pensamiento porque se arqueó, manifestando un dolor imprevisto y agudo. Sus límites se expandían o achicaban; la media boca se estiró hacia arriba. El abuelo estaba gritando y nadie podía escucharlo. El chico sintió bajar del techo la bocanada de calor.
—¿Te da miedo? —preguntó el padre.
—¿A vos?
—Sí.
Habían estado jugando al salto de la llama con las velas del corte eléctrico. El apagón se había producido al final de la comida, y el padre había buscado tres velas. Ubicó dos sobre un estante y dejó la tercera arriba de la mesa. El chico acercaba el fósforo encendido al pabilo, pero sin tocarlo, a una distancia de dos o tres centímetros. La llama utilizaba el humo como puente para cruzar. Era gracioso verla saltar en el aire y encestar como una pelota de básquet. El padre lo dejó hacer, fingiendo desde el asombro de sus ojos que era algo que veía por primera vez.
—No tiene botones en el puño —señaló el chico.
La tela se había desenrollado del brazo. Colgaba como un trapo. De un ojal había quedado suspendido un objeto que parecía un aro.
—Conozco esos gemelos —dijo el padre—. Se los quité cuando murió.
El chico sintió un escalofrío. El padre insistió en soplar, casi por nervios. La cara del abuelo se volvió a dibujar en el aire entumecido de la habitación. Hizo un movimiento como para acercarse, pero finalmente bostezó. El bostezo tironeó del amarillo de sus mejillas, y le hizo brotar una llama de la boca, como a un dragón. La lengua de fuego había rozado la pared.
Era la cara misma del dolor. El chico frunció los gestos de su propia cara y el abuelo se volvió a desvanecer hasta el hombro.
—Prometo no volver a soplar —dijo el padre.
Las caras de ellos parecían, también, dos extrañas apariciones.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el chico.
—Esperar. Ya se va a consumir.
—Apagala, papá.
—No puedo.
—Es que ahora me dio miedo. Mucho.
Hablaban en susurros
—Andate, Oscar —ordenó el padre, sin énfasis—. No tenés nada que hacer acá.
El abuelo amenguó la intensidad de su resplandor. En el aire había olor a azufre.
—Es malo, papá. Siempre lo fue. Echalo.
El padre no se podía mover de la silla.
—No se va a ir.
—Obligalo.
—No sé cómo.
Sopló y el fuego volvió a tomar fuerza creciente. Se llenó de rojos y azules, ganando altura sobre el cuerpo de las personas. Con la frente casi tocaba el cielorraso. El padre cruzó los dedos. Parecía que iba a llorar. El hijo lo miró con frustración.
—Tiene que haber una manera de que se vaya…
—Ya —dijo el padre, pero no hizo nada.
Entonces el hijo se mojó el índice y el pulgar con saliva, los acercó al pabilo encendido y los frotó. El fuego hizo fizz y la figura del abuelo desapareció para siempre.
Gustavo Nielsen nació en Buenos Aires, en 1962. Es arquitecto y escritor.
Como escritor tiene varios libros publicados: Playa quemada, La flor azteca, La fe ciega, El amor enfermo, Auschwitz, El corazón de Dalí, El contagio social, entre otros. Con Marvin obtuvo el Premio Municipal de Literatura en cuento y con La otra playa, el premio Clarín de novela. Tiene dos blogs que casi nadie ve, pero que él sigue empecinado en alimentar: Milanesas con papas y Mandarinas dulces.
Este cuento pertenece a fff publicado por Aurelia Rivera Libros en agosto de 2023.