A fines de dos mil veintiuno volví con mi familia a Buenos Aires, después de varios años de vivir en México. La dificultad para reinstalarme y retomar una actividad fue total. A raíz de mi encierro y depresión decidí escribir un texto que narrara el tedio infernal de la vida cotidiana, sus trámites y obligaciones. Para ser fiel (al texto, al tedio) conté cosas sobre el barrio, La Paternal, y su gente sin exagerar nada y sin buscar anécdotas literarias (entiéndase: bellas, dignas de ser narradas). Me forcé a describir esa nada que tanto me jodía. Hay pocos momentos lindos, la mayoría son burdos, toscos, sin principio ni final, pero verídicos. El desafío fue tratar de sacarles algún tipo de jugo, aunque fuera amargo, algún tipo de interpretación, aunque sólo reforzara la idea de una existencia plana y sin vitalidad, que muchos de mis vecinos abrazan como si fuera una verdad revelada.
Le ofrecí a Burak un adelanto de dos capítulos de este texto gris. Agradezco su confianza, espero valga la pena (y valga algo). Si no se los vendí bien, bueno, pueden leerlos de todas maneras, son breves, igual que la vida.
Uno de los tantos vecinos de los cuales no sé ni el nombre, un viejo amargo que se distingue únicamente —de lejos y de cerca— por una peluca negra, vive justo enfrente nuestro. En una casa rectangular, cuidada, no muy vistosa. Esto es importante porque el vecino cuida mucho de no hacerse notar. Salvo por la peluca, claro. Alguna vez alcancé a ver, mientras el tipo abría y cerraba la puerta con rapidez paranoica, un living impoluto, lujoso, no por el costo de los muebles sino por la decoración de interiores. Mal gusto, limpieza y alguien que ubicó las cosas donde debían ir.
La casa tiene luces automáticas, rejas por todas partes, cámaras encerradas en jaulitas. El vecino sale poco. Hace unos años tenía la manía —quizá un dejo de juventud irresponsable que no pudo reprimir a pesar de su veneración por la seguridad— de andar en bicicleta por el barrio. Las veces que lo vi de cerca fue en su bici. Casi me atropella una vez al salir de mi casa; como muchos ciclistas imbéciles que de pronto se sienten peatones con alas, andaba por la vereda a los pedos. Lo miré con bronca. Él me miró con una seriedad que no pude interpretar. Lo principal es que no había peligro porque yo era un vecino y me conocía. Quién sabe, quizá hasta supiera mi nombre. Vi su peluca negro azabache más cerca de lo que hubiera querido.
Un domingo, dos autos chocaron con ruido y sin riesgo en el medio de la calle. Empezaron a putearse los conductores y uno, enardecido, apeló a un clásico del resentimiento argento y trató al otro de negro de mierda. Hay veces que psicológicamente esto juega a favor del que insulta, porque el racismo se emplea como agresión física. El agredido quedó desubicado y respondió con insultos cualquiera, sensiblemente dolido.
El vecino de la peluca se asomó por una ventana del segundo piso (lejos del peligro, ni loco iba abrir la puerta) y le gritó al que insultaba que tuviera cuidado, que el otro podía tener un arma. Dijo que ya había llamado a la policía. El quilombo venía enrevesado, porque la cagada se la había mandado el acusado de negromierdismo; frenó sin aviso, por negligente, distraído, etc. El de atrás, sin embargo, no terminaba de ganar moralmente la pelea: el de adelante decidió utilizar el mismo método y también lo acusó de ser un negro de mierda. Se putearon un rato; el de atrás creía que por ser el primero en insultar tenía la delantera. Dijo: “acá el negro de mierda sos vos, ¿qué me venís a decir a mí?” En el fondo ser negro o blanco daba lo mismo, clarificar quién de los dos era el verdadero negro de mierda resultaba fundamental.
El de adelante se fue y quedó como ganador el que cantó primero el negromierdismo. Cuando pasó el peligro el vecino salió a la calle y se le acercó con otros vecinos de forma amable y vindicativa. Estaban hermanados en su odio y en el miedo y eso no pasa todos los días.
El vecino le advirtió que tenía que cuidarse porque hoy muchos locos van armados. Dijo que él tenía contacto con la policía (alguien me contó después que pagaba por un teléfono directo a la comisaría y por un botón en la cuadra, de esos que yacen parados en las esquinas), remarcó que este era un barrio jodido y que había que cuidarse siempre. El del auto le dijo que él no era del barrio. El vecino asintió y después se quedó pensando. ¿Qué había querido decir el del auto? ¿Qué no era de ahí porque nunca viviría en un barrio tan choto como este? ¿Podía implicar incluso que este podía llegar a ser un barrio de negros de mierda, como el infeliz que frenó sin aviso? En ese caso, y si seguíamos esa lógica, ¿no estaba sugiriendo que los que vivían en el barrio también vendrían a ser unos negros de mierda?
El vecino quedó en silencio, elucubrando. Un tema nazi-barrial-filosófico complicado de dilucidar. Dio media vuelta y entró a su humilde fortaleza, alejado de las contradicciones de la gente y sus mal intencionadas pieles.
En los últimos tiempos ya no lo veo andar en bicicleta. Quizá empieza a estar más viejo que su peluca negro azabache. Apenas sale, no chusmea con vecinos, no en la vereda, al menos. Quizá lo haga por WhatsApp, lejos del peligro de la calle. El encierro por miedo es un gran aliciente para negar la muerte. Si afuera todo es peligro, uno puede encerrarse, protegerse del peligro y, por ende, de la muerte. Y (esta es la parte difícil de balancear) de la vida, porque donde hay muerte también hay vida. Y donde hay encierro hay negación, y si hay negación se enmascara la vida, que termina pareciéndose a la muerte.
Lo único que delata al vecino en su pretendida inmortalidad es la peluca. Si tuviera confianza con él le diría que se la saque, que la queme, que la tire al contenedor de la esquina y se libere. Su peluca es tan inmortal como su casa, pero su cara arrugada, envuelta en un rictus de desconfianza y de amargura no asumida, está viva y, por lo mismo, se está muriendo.
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Si uno camina por Espinosa hacia el oeste, llega a las vías del tren. Bueno, no a las vías literalmente, a las casas, las medianeras y al puente de San Martín que encapsulan las vías; ahí la calle se interrumpe. Del otro lado están Agronomía, Villa del Parque, Villa Devoto, zonas bellas, coquetas. Otro mundo.
Dos chicos de once, doce años trepan por la baranda de la escalera que sube al puente. Hay unos pocos juegos infantiles en la esquina que se forma entre los peldaños y una pared pintada de colores. Intento de placita que el despiste gubernamental plantó como si fuera una obligación construir algo. Los chicos superaron esos jueguitos hace mucho, ahora estudian cómo subir por la medianera y alcanzar un lugar que no llego a escuchar cuál es, sí que está alto y lejos. Es peligroso porque deben caminar por bordes angostos. Esa es la gracia.
Uno sugiere cruzar la vía y meterse en un terreno que hay por ahí. El otro, de remera roja, frunce el ceño y dice que después de la vía no hay nada. El amigo lo mira, incrédulo. Repite lo que cree haber escuchado: “¿Después de la vida no hay nada”? El de la remera roja sonríe. Está por aclarar la confusión, pero decide divertirse y asiente con expresión solemne.
—Te lo digo ya para que no te preocupes. Después de la vida no hay nada, pasémosla bien ahora.
El amigo lo mira, sospechando una trampa. El otro se acomoda la remera y suspira, serio. Pasan unos segundos.
—Así que nos subimos a la pared y vamos al depósito o nos quedamos de este lado, embolados.
El pibe trepa hábilmente. Señala a lo lejos.
—Nunca nos metimos en ese terreno. Se ve bueno, tiene muchos árboles, va a estar difícil. Dale, vayamos, no seas boludo.
El de remera roja dice que ese lugar está vacío, que vayan al depósito, por la ventana rota pueden entrar a ver qué hay (a esta altura escucho la conversación oculto en el puente, justo arriba de ellos). El amigo, decidido a convencerlo, insiste que está mejor aquel terreno.
La nada después de la muerte no logra promover una aventura al otro lado del terraplén. En la vida, y al lado de las vías, las palabras se enredan, confunden, no logran imponer la acción ni con una amenaza de nula posteridad. Los pibes siguen discutiendo. Se frustran, gruñen. Hacen un silencio; orgullo de las dos partes. La misión se evapora. Me alejo y cruzo el puente. La vida sigue. La nada, como siempre, se interpone.
Alejandro Hosne (Buenos Aires, 1971)
En 2011 publicó la novela Ningún Infierno en Aldus, editorial independiente mexicana. En 2014 Alfaguara México editó su novela Todo lo demás es mentira y en 2015 reeditó Ningún Infierno. Al año siguiente salió Ningún Infierno en Alfaguara Argentina. En 2017 la editorial mexicana Librosampleados publicó su ensayo satírico Diatribas contra el Trabajo. En 2022 Evaristo Editorial publicó su novela Mientras Vivas. En 2024 Hormigas Negras lanzó su novela Sus Restos Descansan. Trabaja como guionista de cine y coordina talleres de narrativa y guion. Residió en México quince años. A fines de 2021 regresó a la Argentina para radicarse definitivamente.