La ciudad de Mario Levrero

En la obra de Levrero nos enfrentamos a un juego en el que el protagonista se mueve sin guion propio

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Foto de La ciudad de Mario Levrero por Eduardo Abel Giménez.

Foto: Eduardo Abel Giménez

El uruguayo Jorge Mario Varlotta Levrero es, en los libros, simplemente Mario Levrero. Inclasificable dentro y fuera de su producción literaria, fue escritor de cuentos y novelista, pero también periodista, editor, crucigramista, fotógrafo, cineasta amateur, y tallerista literario, donde dejó una estela, aunque no una escuela, de escritores formados por él.

Su extensa obra se puede definir como singular y heterogénea. Abarca los más diversos géneros, aunque encasillarlo dentro de esos estrechos corsés, a más que caprichosos, es muy difícil. Los críticos suelen ubicarlo como un heredero de “los raros antirrealistas”, una corriente más bien marginal de escritores uruguayos que en los años '40 del siglo pasado se apartaron del realismo que imperaba desde el siglo XIX, tal vez, aquellos, enmarcados en una especie de surrealismo o fantástico psicológico, del cual Felisberto Hernández y Armonía Somers fueron unos de sus referentes.

 

Comenzó su extensa carrera literaria a fines de los '60 con la publicación, en 1968, de un relato, Gelatina. Aunque en verdad escribía desde que era adolescente, edad en que quizás su pasión por la literatura y los libros la haya heredado de su madre, Nilda Reneé, quien tenía una librería de libros usados en su Montevideo natal.

En la década siguiente publica la que se denomina su Trilogía involuntaria, que la componen las novelas, que pueden leerse en forma independiente, La ciudad (1970), El lugar (1980) y París (1982) y, a modo de resumen, podemos destacar que la obra levreniana puede dividirse en dos etapas. Una primera emparentada con lo absurdo, y por qué no con lo fantástico, desde Gelatina (1968) hasta El portero y el otro (1992); y una segunda etapa más cercana a una auto ficción, a la literatura del yo.

En la Trilogía involuntaria nos vamos a encontrar, según el mismo autor, con obras que comparten una cierta unidad temática e incluso topológica. Así, sin atenerse a un plan inicial, sumerge al lector en espacios, lugares o ciudades sometidos a extrañas reglas de juego donde la geometría se rompe y una sensación de asfixia o claustrofobia acaba engullendo todo.

 

Sin temor a exagerar, La ciudad, que según comentarios del mismo autor fue escrita en poco más de una semana, en 1966, pero que le demandó cuanto menos tres años la tarea de corrección, está a la altura de novelas de la talla de Ciudad infernal (1968), de los hermanos Strugastky, o de Paul Auster con El país de las últimas cosas (1987), ambas con puntos de contacto y en la misma temática.

La historia comienza in media res cuando un hombre, sin nombre, acaba de alquilar una casa, sin mayores precisiones geográficas, que se mantuvo durante mucho tiempo cerrada y sale en busca de un almacén que cree se encuentra cerca. Pese al aguacero que cae y los pies que se le mojan decide continuar con su marcha incierta por calles que lo llevan hasta una ruta.

Esta primera escena es la piedra de toque para una serie de eventos, tanto insólitos como estrafalarios, que se van a ir encadenando uno tras otro, en forma lineal, hasta encontrarse el protagonista, de quien no sabemos ni el nombre ni la edad, en un lugar, o mejor dicho un no-lugar en el que extrañas personas, casi de pesadilla, actores de una obra mayor en la que nuestro héroe se ve envuelto y sin poder salir, se empeñan en evitar que sepa lo que ocurre o encuentre la forma de saber dónde se encuentra y cuáles son las reglas que rigen la ciudad.

En la obra de Levrero nos enfrentamos a un juego en el que el protagonista se mueve sin guion propio, tomando decisiones que inclusive parecen carecer de lógica, pero que lo van arrastrando más y más dentro de ese pequeño universo en el que, por ejemplo, en esta novela, “La Empresa” controla todo en la ciudad, que dicho sea de paso es tan solo un poblado pequeño rodeado de extensos caminos rurales con casas desperdigadas aquí y allá.

 

Un dato curioso: la frase “alguna parte” se repite por lo menos en catorce oportunidades en la Trilogía involuntaria reflejando así que estas obras refieren a los no-lugares, a los laberintos que nos van acorralando en un espiral descendente hacia escenas cada vez más extrañas.

Las desventuras que le sucederán al protagonista van a estar atadas a la aparición de extraños actores de cartón o comparsas que juegan a cumplir un papel que en apariencia se han creído. Una situación que merece atención sucede en el bar al que asiste y en donde percibe que los parroquianos se desenvuelven como si se atuvieran a un guion mal ensayado. Todo esto está ligeramente corrido de la realidad, tan raro como un pueblo de cuatro casas al que le llaman la ciudad pero que tiene manzanas y calles de una extensión y lógica inexplicable.

En esta obra, de un muy joven Levrero, observamos la admiración que sentía por Kafka, que inclusive cita en la novela. Pues si bien el personaje principal, como entiendo también los “actores” del pueblo, son libres, lo son en torno a una libertad coartada y arbitraria, un poco atada a un lastre que los contiene metafísicamente en una aventura inexplicable y absurda, sin ubicación precisa, y por ello opresiva y orquestada, al parecer, por La empresa.

Por otro lado, lo arquitectónico juega un papel fundamental en este tipo de obras, como una ciudad circular o una Biblioteca de Babel, de Borges, donde la ciudad va obstruyendo los pasos de los protagonistas cerrándose sobre sí misma.

En La ciudad huir de allí solo se puede lograr aceptando las reglas de juego, pero ante esta única posibilidad, en esta obra, escapar es solo llegar a otro laberinto, a otro final circular, a otro no-lugar con su propia burocracia kafkiana.

 

Como decía, el libre albedrío queda suprimido en pos de un determinismo absoluto dejando en manos de estos seres la creencia de que son libres, pero en realidad lo son sólo para realizar las pequeñas cosas cotidianas. Sin embargo todos, absolutamente todos, terminan cumpliendo un rol que, se percibe en la novela, es asignado por un agente todo poderoso no presente.

Así cunde el desasosiego en La ciudad, un lugar que parece obedecer a una lógica propia, que toda pasa por algo, que todo es tan vívido pero a la vez tan abstracto, sin asideros espacio temporales concretos, que inclusive llegamos a dudar del protagonista.

La novela concluye de manera precipitada, inclusive parece que la trama se detiene de manera arbitraria, pero así son las cosas con este escritor. La historia queda suspendida pues, como debería ser en un no-lugar, su correlato es un no-tiempo en una estación de trenes.

No se puede negar que este primer Levrero, en el que aflora todo el descontrol onírico y fantástico, y que bebe del universo de Kafka, ha hecho que se convierta en un escritor de culto, aunque como suele ocurrir, sólo después de su muerte se lo supo rescatar como uno de los más grandes autores latinoamericanos, uno de esos que supo borrar los límites de las fronteras creativas.

Fumador empedernido, falleció tempranamente con tan solo 64 años y un mastodonte, La novela luminosa, inconclusa.

 

Trilogía Involuntaria (Debolsillo, 2017)

472 páginas

 

 

Gastón Caglia

Es escritor, abogado y profesor de ajedrez. Nació hace 49 años en Santa Fe, Argentina, lugar donde reside actualmente. Publica con el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Escribe y ha publicado, en diferentes medios latinoamericanos, cuentos y relatos abarcando los géneros del terror, fantasía, ciencia ficción y la ficción en general. También escribe artículos y ensayos sobre ciencia ficción latinoamericana en Sitio de Ciencia Ficción 

Asimismo participa como colaborador en los podcast: “Los Retronautas” y “El bazar de los tormentos

 

 


Fecha18/12/2025
Tiempo de lectura1 min

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