La tarde en que vi subir a Borges una escalera

Desde el último banco, la habitación me pareció repentinamente brumosa y vi al héroe godo y a los jutos sufriendo los ataques de Grendel

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Un miércoles de abril de 1975 por la tarde vi a Borges subir la escalera que conducía al piso alto de la vieja Facultad de letras de la UCA, sobre la Avenida Córdoba. Lo guiaba, tomándolo por el brazo, una lazarillo de pelo rojo, larguísimo y lacio, que tendría mi misma edad. Yo ya había cumplido los 17, recién había llegado a Buenos Aires desde un pueblo de la provincia y aún no había leído El Aleph. Es Borges, dijo alguno de los alumnos de primero que estábamos esperando en el hall para entrar a clase de Latín I, y nos quedamos mirándolos subir. Avanzaban despacio, peldaño a peldaño. Recuerdo perfectamente esa imagen y esa tarde. Alguien contó que era el titular de Literatura inglesa y que deberíamos esperar hasta tercer año para tenerlo como profesor.


Por entonces, mi acercamiento a Borges era escaso, aunque nacida en tierra de malones y gauchos, había leído y releído conmovida El cautivo, el Fin, El sur, Historia del guerrero y la cautiva y la maravillosa Biografía de Tadeo Isidoro Cruz. A los 14, en el colegio, aprendí de memoria Fundación mítica. No mucho más. En aquellos años, Borges era para mí un escritor vivo, anciano y ciego; aún no, un mito. Sin embargo, algo pasó esa tarde que me llevó a escaparme, junto con un compañero que escribía poemas, de las tediosas declinaciones rosa-rosae de los miércoles para infiltrarnos en la clase de inglesa de tercero en el piso alto de Letras. Así conocí al profesor Borges y leí El Aleph.
Cada miércoles, llegábamos temprano con mi amigo poeta, dábamos el presente en latín y, en cuanto el profesor comenzaba su perorata, nos escabullíamos para entrar casi en puntas al salón de piso de madera en el que Borges detrás de su escritorio daba la clase. Acurrucada en alguno de los últimos bancos escuchaba fascinada la clase de ese hombre cuya voz tan particular parecía venir del fondo de la historia.


La tarde en que antes de asistir leí El Aleph, llegué al aula conmovida y sin entender claramente lo que había leído. Recuerdo muy bien ese día porque Borges comenzó recitando un largo parlamento del Beowulf en inglés antiguo y luego habló del verso aliterativo y del Códice Nowell en la Biblioteca Británica. Desde el último banco, la habitación me pareció repentinamente brumosa y vi al héroe godo y a los jutos sufriendo los ataques de Grendel, el monstruo gigantesco, a su terrible madre y a Beowulf, ya rey de los gautas, peleando hasta la muerte con el feroz dragón. Y no pude explicarme por qué magia, sobre el suelo de madera del aula, me pareció escuchar los cascos de Babieca y ver pasar al Cid hacia el destierro con doce de los suyos bajo el canto de los nibelungos y el clamor del cuerno olifante de Roldán, pidiendo ayuda a Carlomagno en Roncesvalles y, no sé por qué salto temporal, a Fierro y a Cruz a un paso de cruzar la Frontera hacia tierra de indios y a los celtas, desde Iberia hacia las islas del norte alentados por Adriano —ese emperador de Roma—, nacido en la Península. Vi petos y espaldares, lanzas, boleadoras y el galope desbocado sobre una tierra sin alambrado.


Cuando de repente sonó en la voz del profesor Borges el Lebor Gabála Érenn, la bruma del mar acunó las Conquistas de Irlanda y a través de los ojos azules de mi madre me pareció ver avanzar a las tribus germánicas procedentes de Dinamarca, de las bocas del Elba y del sur de Suecia, que ganaban Inglaterra mientras se retiraban los romanos y se desplazaban hacia el sur los antiguos celtas, ahora bretones. En aquel momento, en el aire de la clase se impusieron la inflexiones de los anglos, jutos, sajones, noruegos y daneses, amasando ese léxico común, pergeñando la futura lengua de Shakespeare, de Christopher Marlowe y Ben Jonson, de la teología secreta de Milton, de Lord Byron y de los románticos poetas victorianos, los pre-rafaelistas y los metafísicos, y la de C.S. Lewis, Chesterton y Bernard Shaw.


Entonces recordé y entendí: “Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph. —¿El Aleph?  —repetí. —Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”.

 

 

Adriana Romano (9 de julio - Buenos Aires) 

Graduada en Letras, es escritora, editora, guionista, periodista y se ha desempeñado como docente. Vive entre Buenos Aires y 9 de Julio donde coordina Talleres de escritura y lectura e Intensivos en creatividad. Viaja frecuentemente a Madrid, Bilbao, Granada y París para dirigir Talleres Literarios. Ha sido compiladora en varias antologías.

Publicó varios libros: Federico (antología novelada sobre la vida y la obra de Federico García Lorca), Servidumbre de paso, Mitológicas pájaras en vilo, Cuando deje de llover, Los malos adioses.

Dirigió Lecturas en la biblioteca, ciclo de lecturas en la Biblioteca Esteban Echeverría (CABA); fue guionista del programa televisivo Taxi–Gourmet y Yo te muestro Bs. As. Miembro del Colectivo literario Jaramillo 3M. Coordinó la colección Rescate de obra de Modesto Rimba. Actualmente tiene a su cargo la dirección del proyecto “Yo te cuento Buenos Aires”, antología de escritores argentinos y extranjeros.

 

 


Fecha16/6/2025
Tiempo de lectura1 min

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