I. En busca de un método para derrotar a Medusa
A la pregunta de: ¿Por qué leer? la primera respuesta, lisa y llana, es: ¿Por qué respirar? Fin del debate. Sin embargo, sería imposible no escuchar la amonestación infantil de mi madre: «Es de muy mala educación responder a una pregunta con otra». Entonces, luego de la lectio y la meditatio, vamos a intentar abordar la quaestio con un análisis que justifique este postulado de emparentar la necesidad respiratoria con la vitalidad lectora.
Ahora bien, para cuestionarnos las razones de la lectura deberíamos como previo preguntarnos qué es la lectura, planteo cuya vastedad excede en mucho el acotado marco de la presente colaboración. Sin perjuicio de ello, y de forma más que sumaria digamos que existe una notable desproporción entre el conocimiento que tenemos de la escritura y el (des)conocimiento que tenemos de la lectura. Justamente, mientras que la retórica es la ciencia que codifica la emisión de los mensajes mediante la escritura, del lado de la lectura nos descubrimos huérfanos de una ciencia o arte correspondiente. Y esta pregunta por la lectura no es un ejercicio lúdico del crítico, del historiador o del sociólogo que se interrogan frente a determinado hecho del lenguaje sino antes bien, una incógnita que pone en evidencia una vacancia.
Sentado ello, una aproximación a la lectura suscitaría preguntarse por el lector, ese otro necesario que, a partir de sus representaciones, resignifica lo narrado. Pero nos seguimos empantanando porque sabemos que hay tantas lecturas como lectores. Quizás podamos eludir estas arenas movedizas diciendo que un texto narrativo se dirige ante todo a un lector modelo de primer nivel, que desea saber la resolución de la historia, pero también está dirigido a un lector modelo de segundo nivel que se pregunta, a su vez, en qué tipo de lector le pide esa narración que se convierta. Y aún con tan apretada síntesis, esta aproximación nos habla de la ya anticipada pluralidad de lectores, pero también de los distintos niveles de lectura.
Efectivamente, aunque sea de modo intuitivo, podemos advertir que es bien distinto el abanico de motivaciones que involucra leer un texto en la etapa escolar, respecto del mismo texto leído durante la carrera universitaria, leído luego por razones laborales o aún, bajo la sombra beatífica de una palmera. En forma adicional, cualquiera de estas capas de lectura se ven modificadas, además, por el contexto externo e interno del sujeto lector. Verbigracia, hostigados por la obligatoriedad de la tarea estudiantil, nuestro recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito mientras que una relectura adulta, deliberada y hedonista, tiene otro sabor porque sin duda nosotros hemos cambiado y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo.
II. A grandes males, grandes remedios
Esta multiplicidad bordeando la anarquía más que atascarnos en una marisma parece que nos arroja ante la fatal Medusa. Sin embargo, allegarnos a los distintos niveles de lectura es lo que nos va a brindar la pauta de óptimo rango interpretativo que resuelva la tarea encomendada. Porque, aunque carecemos de sandalias aladas y un escudo espejado, tenemos un remedio igualmente eficaz para conjurar el desconcierto. Me refiero a los niveles de lectura que postula la Kabbalah, la tradición recibida, un sistema místico que enseña cómo entregarse a los diferentes grados de la Sabiduría. Si bien se trata de un método del judaísmo jasídico destinado a la correcta interpretación de la Torah (el Pentateuco en la Biblia de los cristianos) creemos que nos permitirá, mutatis mutandi, desbrozar el interrogante que es objeto del presente informe porque el lenguaje está a medio camino entre las figuras visibles de la naturaleza y las conveniencias secretas de los discursos esotéricos.
Así las cosas y prescindiendo de la preceptiva permutación de letras y números, digamos que para allegarse al prado de la sabiduría (PaRDeS) la Kabaláh enseña que hay un primer modo de leer (PShaT), una forma llana, simple, literal, que es la raíz de todas las formas de percepción. El segundo modo (ReMeZ), que no difiere en mucho del primero, ya requiere de una profundidad que postula una insinuación, una sospecha de las pistas ínsitas en el texto mediante la alegoría. La tercera vía (DRaSh) presupone una exigencia, salir a escudriñar el texto mediante una interpretación simbólico-filosófica. Finalmente, la cuarta manera de leer (SoD) se interna en la causa última como forma de conocer el secreto. Las dos primeras son para principiantes y se identifican con una aproximación pasiva, mientras que las dos últimas implican una volición deliberada y activa.
En los siguientes capítulos intentaremos demostrar que estos niveles de lectura bien pueden aplicarse a los textos profanos porque la lectura tanto como el lenguaje son, a la vez, una revelación escondida y una revelación que poco a poco restituye una claridad ascendente.
III. Primera respuesta: leer como forma de entretenimiento
Empecemos por imaginar que si un hipotético periodista asaltara a hipotéticos pero no menos apresurados transeúntes con la pregunta que nos convoca, los entrevistados responderían que leen porque es un trampolín, un portal, una escalera, un espejo, un salvoconducto, un atajo, una alfombra mágica y una larga lista de sensaciones provocadas por una lectura que, aunque primaria y acrítica, entretiene de forma pareja pues, no obstante, la novela busca sus temas en la realidad, encuentra en los sueños el modo de leer a pesar de que cuando leemos (así) otro piensa por nosotros y repetimos simplemente su proceso mental.
IV. Segunda respuesta: leer como forma de vivir la vida un poquito
Pero pocas veces nos quedamos con este primer responde. Si alguno de los entrevistados se explayara es probable que saliera a relucir que muchos leen de una manera simple y literal sin más agenda que la distracción; y otros tantos, se dejan abrazar por una sombra que presienten, pero que no pueden definir del todo y mientras leen, viven ensimismados en las aventuras y desdichas de los protagonistas, vicisitudes que asumen como propias porque leer una novela es como habitar el mundo. Hay algo que falta en la vida del que lee y esto es lo que se busca en un libro. Esta forma del leer da al lector un nombre y una historia que lo sustrae del anonimato y le confiere una visibilidad, visibilidad que adquiere a resultas de sentirse integrado a la narración. Con acierto se ha dicho que el buen texto es aquel que logra integrar al «sujeto» de la lectura en la elaboración del mensaje.
V. Tercera respuesta: leer como investigación activa
Dejamos las dos aproximaciones pasivas y nos adentramos en aquellas que exigen un compromiso voluntario. La tercera vía refiere a un tipo de lectura que no se conforma con recibir, sino que examina y profundiza el sentido, así como las implicancias del texto en la propia vida. Y esto es así porque el que lee está lejos de ser una figura normalizada y pacífica; aparece más bien como un lector extremo, siempre apasionado y compulsivo. Cabe recordar que los pensamientos depositados en el papel no son más que las huellas de un caminante sobre la arena: podemos ver la ruta que siguió, pero para saber lo que vio en su camino en menester usar los propios ojos. Y en este aspecto es tan válida la obsesión por el disenso condescendiente del apocalíptico como el realismo concreto de los integrados: la urgencia por salir al encuentro del sentido se experimenta como una pungente necesidad. Recuérdese, por ejemplo, que Mallarmé aprende inglés para leer mejor a Poe; un joven Sigmund Freud, castellano para leer a El Quijote y Borges, alemán para leer al poeta Heine. San Jerónimo estudia griego, hebreo y arameo para leer la Septuaginta y traducirla al latín de la Vulgata. La obra no es solo lo que se lee, sino también la gravedad que conlleva el acto de leer.
VI. Cuarta respuesta: leer para poseer la escritura de Dios
Finalmente llegamos a esa forma de leer que nos pone en posesión del Secreto. Una revelación que sólo es posible luego de allanar todas las capas previas hasta descifrar el mensaje. Y no podría ser de otra forma, porque la pregunta sobre qué es un lector es, en definitiva, la pregunta de la literatura. Esa pregunta es su condición de existencia y su respuesta es un relato: inquietante, singular y siempre distinto. Esta es la epifanía que tuvo Tzinacán, martirizado por Pedro de Alvarado y confinado a la húmeda oscuridad de una celda que comparte con un jaguar en cuya piel se dibuja la sentencia mágica, hábil para conjurar todos los males. Años de enloquecida perseverancia le permiten descifrar la escritura de Dios. Son catorce palabras que parecen casuales y que una vez pronunciadas le otorgarán el poder sobre todo el universo. Sin embargo, el otrora mago de la pirámide de Qaholom renuncia a articular la formula divina porque entiende que quien ha entrevisto el universo, ya no puede pensar en un hombre, aunque ese hombre sea él.
VII. Epílogo
La disquisición de los diversos niveles de lectura y esta relación entre lo manifiesto y lo oculto nos ha permitido aventurar algunas respuestas posibles en torno al interrogante planteado. Cada uno de nosotros es Tzinacán. Leemos por el ansia de aprehender ese saber último que es la razón de todas las cosas y ningún obstáculo es bastante para hacernos ceder en tal cometido. Saber que se adquiere por la lectura, saber como sinónimo de salvación. Porque “el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”. Un saber que nos rescata de una existencia cautiva y oscura. Un saber que, como el cabalista, nos permite permutar símbolos para encontrar significados. Porque sabido es que las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida y entonces, a nuestro modo de ver, aquel zoon politikón que enunciaba Aristóteles se resignifica en un zoon symbolikón.
¿Por qué leer? Porque somos un animal de símbolos.
Pablo Martínez Burkett
Es un tipo que escribe. En realidad, un tipo que lee mucho más de lo que escribe. Y cuando se le da por escribir siempre rumbea para el mismo lado. Le encanta incomodar, inquietar, desafiar, asustar. Es un monje predicando el dulce sabor del miedo. Sus historias son de terror y ciencia ficción oscura. Terror donde casi no hay hechos de sangre. Publicó varios libros, el último Mariposas y difuntos (Muerde Muertos, 2025)
Bibliografía:
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