Y cuando me di cuenta me había salido una verruga, así como si nada; que raro, pensé, que en el transcurrir de una noche me aparezca así porque sí una considerable y callosa protuberancia en el anular izquierdo, parecida a esas ampollas que suelen habitar las partes más íntimas de los dedos de los pies. Lo que tenía de particular esta verruga era que en el medio de su coraza arrugada había un puntito negro que apenas advertí mientras la miraba de cerca y me imaginaba que era una diminuta montaña de carne, con sus ríos secos y su falda y su valle, y cuando vi el puntito negro ahí pensé que no, no era una simple montaña sino un volcán, un pequeño volcancito con su boca y todo, y casi que me sentí orgulloso de andar con un volcán al alcance de mi mano, o mejor dicho, en mi propia mano.
La radio trasmitía las noticias de la guerra y de esos que se viven quejando, pero a cada rato le tenía que acomodar la antena porque se perdía la frecuencia entre ruidos lluviosos y radios brasileras, y tal polifonía se hacía insoportable, y yo que lo único que quería era escuchar el informativo para que la casa no sea de un solo y horrible silencio, porque el silencio me molesta y me irrita al punto que siempre tengo que poner el informativo y este que dale que dale con lo de la guerra y con esos que en vez de trabajar se viven quejando todo el tiempo.
La verruga se había vuelto mi mejor pasatiempo, y la acariciaba mientras me imaginaba la pequeñísima ciudad que se había instalado en la falda del volcancito, y sus habitantes menudísimos que iban y venían y andaban por ahí sin temor a que el volcán un día de esos estalle y devore con su lava incandescente todas esas casitas y callecitas y placitas, y yo que por imaginar, veía como el volcán puf, eructaba y todo se destrozaba, y veía correr desesperados a los pequeños habitantes gritando para que los salve y me regocijaba en ver sus rostros llorosos y terribles, y cuando el momento de placer estaba llegando al máximo era cortado abruptamente porque la radio empezaba otra vez con las interferencias y los ruidos y las radios evangelistas y yo que dele mover la antena para allá y para acá, o sino, en el peor de los casos la transmisión se cortaba y el maldito silencio invadía las sombras de la habitación, y yo que me tenía que poner a hacer algo que hiciera un poco de ruido, hablar en voz alta de cualquier cosa, mientras barría el piso ya limpio.
La segunda noche empezó a pasar eso que llevo encima y que pesa mucho: desde el puntito negro empezó a salir la punta de un cabello, y zas, dije yo, el volcancito hace erupción nomás, y así fue, ya que el pelo creció un centímetro esa noche, y cuando al otro día lo dejé al ras con la tijera, el volcancito empezó a sangrar, y ahí viene la lava pensé yo, mientras sentía un dolor quemante, como cuando se mete una astilla bajo la uña.
Todo lo que hice después fue inútil, ya que el pelo creció en dos horas lo mismo que había crecido en una noche, pero para peor, este se engrosó bastante, y parecía que la verruga iba a explotar o que estaba pariendo, y a eso de las once de la noche, aunque no me lo vayan a creer, de mi anular izquierdo colgaba un pelo de un metro de largo, y yo que como un tonto lo volví a cortar, y al rato nomás el pelo ya salía de nuevo pero engordado como a medio centímetro y alcanzaba el metro y medio de largo, cosa que empezaba a tomar su peso y que me molestaba mucho cuando la emisora empezaba con sus malditas interferencias y el pelo que se me enredaba con la antena y todo que era un lío y que me hacía enojar tanto que yo volvía a cortar el pelo pero esta vez me costó mucho más porque se había hecho muy grueso para mi tijera que era chiquitita como los habitantes de la ciudad del volcancito, que ya se la pasaban mirando como la lava les ganaba terreno con los ojitos espantosamente abiertos.
Pero la cosa no hizo sino empeorar: la radio no quería arrancar por nada y lo único que se escuchaba era un silencio increíble, que se pegoteaba en toda la habitación como si fuese viscoso, como el pelo, porque más que pelo ya parecía un tentáculo y era de un grosor de tres dedos y medía unos siete metros de largo que yo iba enrollando como podía alrededor de mi cuello y que cuando me cansaba de ajustarlo fuertemente y la mano me quedaba libre acomodaba a duras penas la antena de la radio que seguía fastidiando con lo de la guerra y con esos que no paran de quejarse en todo el día.
Nicolás Aused (San Justo - Santa Fe)
Vivió en Rosario donde hizo sus estudios universitarios de Letras y de Música en la UNR. Actualmente vive en Trevelin, provincia de Chubut.
Participó en muchos talleres literarios con Estela Zanlungo, Claudia Masín y Walter Lezcano, entre otros. Ha sido parte de lecturas en encuentros de escritores patagónicos y en el programa "Mis poetas contemporáneos" de Gustavo Tisocco, quien también ha publicado textos suyos en su página.
Escribe sobre lecturas en Literatrofia, su blog.