El pulso inasible

Los versos que acompasan una vida

Foto de El pulso inasible por undefined.

I

El gorrioncito recién nacido haciendo nido en el corredor…”, algo así resuena en mi memoria con la voz de mi abuelo. Medio canción, medio recitado, sobre una pareja de pájaros. Una historia que se me figura cuando traigo, también, la imagen del corredor antiguo de su casa, con piso de tierra y tantas plantas. Todas las flores de mi abuela, y ese interminable horizonte que ahora, que vivo entre montañas, me parece mentira que exista.

Pero vuelvo a los versos y si el gorrión estaba recién nacido no podía hacer nido, las palabras no siempre se graban exactas. Más bien recuerdo un tono, un arrullo, una historia. Pero las palabras se entremezclan. Ese abuelo me enseñó el abecedario bajo la parra de mi casa paterna, en tardes que se me aparecen de sol en imágenes muy sueltas. Ese abuelo es el mismo que eligió el verso como forma de contestarle a un vecino, a través del diario local de un pueblo muy pequeño del noroeste de Buenos Aires. Y eligió la poesía para llenar cuadernos, algunos perdidos, y para pelearse también con la Cooperativa de Agua Potable cuando le hicieron una inspección mal recibida.

Diana Bellessi se refiere a sus poemas como “versitos”, y me atrapa con esa ternura que es parte de la contundencia de su palabra poética. Comienza uno de sus poemas “He construido un jardín como quien hace/los gestos correctos en el lugar errado”. Y pienso en el jardín de mi abuela, en el de mi padre, en el jardín que no logro construir porque no tengo “mano verde”, y también en los versos que me legó mi abuelo y a los que vuelvo. Pienso, además, en los versos que intento, hilvanando una tela inasible que no deja ver la forma que va a adquirir.

 

La chacra de mi abuelo

 

Más cerca en mi memoria, pero también lejano en el tiempo, las horas de los domingos a la mañana con la radio de fondo y mi padre, recitando incansablemente a lo largo de los años “Balerío de terneros a las dos de la mañana, lechuza que hace campana y alboroto de los teros…” Hasta ahí recuerdo, pero el recitado seguía, la poesía era parte de la lengua de esos hombres, mi padre traía a los poetas del folclore, y remataba “Dónde iremos a parar, si se apaga Balderrama…”.

Hace poco volví a ver El jardín secreto, documental sobre la obra de Diana Bellessi, y sus jardines trajeron también la memoria de mis jardines familiares, las visitas al cementerio, las caminatas a campo traviesa. La voz de Diana, ahí, erigiéndose en puente entre la historia contada y la palabra poética. Y otra vez la poesía, y las historias familiares, y los jardines. Hay una pregunta sobre el hogar, la historia, la pertenencia, los lazos, las migraciones y la identidad que se abre multiforme y se va respondiendo sin la exactitud de las lógicas pero con los ecos de los versos que se agolpan en la memoria. Siento, más que entender, o entiendo de una manera distinta, por una pulsión que nace de esa palabra poética.

 

II

“Más tarde o más temprano. Más tarde o más temprano estoy aquí para que mi temor se cumpla” son los versos finales de La mala suerte, el poema de Olga Orozco que leo en voz alta como en una misa, cada tanto, en las ceremonias secretas de la declamación a solas. Ceremonias que repito para conjurar demonios, atravesando mi garganta con el ritmo perfecto de esa pieza que arrasa siempre con lo que esté a su paso. Tal es la potencia de Olga, poeta de la pampa, otra voz de ese paisaje de la infancia. Repito los versos de memoria, y los uso de pie y de firma, como mi padre hacía con Balderrama, junto a ellos muchas veces está a mano el “No existe. Nada esperes. Ni siquiera/en el negro crepúsculo la fiera”, final de Laberinto de Jorge Luis Borges.

Me acuerdo, así, versos de memoria. La poesía tiene ese otro poder, distinto a la narración, de ser oráculo y oración, compañía y goce en la repetición de un ritmo, ahí donde eso que se dice, eso que se lee, pero más eso que se dice, que se repite, gana y siempre se vuelve presente. La poesía, entonces, es red de goce. Lo que se enciende al repetir un verso amado, un calor en el pecho, una mirada intencionada, un llegar a casa.

Llegar a casa, la palabra poética tiene eso porque convoca la emoción de la lengua materna. O de la experiencia compartida. O de la belleza regalada, siempre regalada, en forma de juego, como las rimas que repetíamos en la infancia, como contraseña, como guiño. Eso que se dice y eso otro que se arma y se multiplica, un plano íntimo, un plano colectivo. Lo que se escapa a las narrativas de todo tipo, a las personales y las familiares, a las sociales y las hegemónicas, a las contraculturales y a las conservadoras. Porque no se deja atrapar, y son impredecibles sus efectos.

Este abril salió una nueva reimpresión del libro Cuando todo refugio se vuelva hostil, de Tamara Grosso, editado por Santos Locos. Lo veo en un mail de novedades que recibo por defecto de la época en la que intenté sin mucho éxito ser librera. Sonrío ante los aciertos anónimos de mi percepción. Toda la semana previa a recibir el mail había estado pensando en Construcción, el poema incluido en ese libro cuyos versos finales le dan título: “Este poema va a ser/una casita/a la que puedas venir/cuando todo refugio/se vuelva hostil”. Otra vez el poema como casa, la palabra poética como espacio. Y como ritmo, y ternura.

 

III

Me sigue resonando Construcción, y pienso en la canción de Chico Buarque que también se llama Construcción y trae otros espacios, la casa, la calle, la obra, otras hostilidades. Pero que, como propone el poema de Tamara, en la ondulación de su ritmo construye un refugio. Le da cobijo a la injusticia del mundo, a la lucha de clases, al amor y la muerte. Y en la cadencia de esa construcción que rehace una y otra vez los versos, intercambiando sutilmente los elementos, también se transforma en puerta de entrada a un ensueño, acuna algo en el interior, se entiende o se percibe o se habilita, una forma otra de dejarnos permear por una experiencia personal, y a la vez colectiva, de profunda belleza, a la vez histórica y lapidaria, como el último verso “Murió a contramano entorpeciendo el tránsito”.

Y entonces llegan, en esta conversación abierta, los debates interminables sobre política, militancia y poesía. Y me aventuro a pensar que en un mundo de narrativas rotas, queda la palabra poética como el espacio de resonancia para transitar una nueva forma de conocer y construir lo político.

Annie Ernneaux dice, en La escritura como un cuchillo, que “Si tuviera que dar una definición de la escritura sería esta: descubrir al escribir lo que es imposible descubrir de otra manera, con palabras, viajes, espectáculos, etcétera. Ni siquiera mediante la reflexión”. Y me animo a transpolar esto a la poesía, a su escritura y a su lectura, a su recitado, a su escucha.

La poesía, que supo ser hegemónica en la Antigüedad y la Edad Media, quedó a expensas de la imprenta y la Modernidad, como una especie de segunda hija ante la omnipresencia de la novela, forma que se engulle todas las formas. Sin embargo, esa declaración que tal vez alguien hizo alguna vez de que la poesía había muerto, no puede ser menos cierta. Ha logrado algo que cuesta mucho conceptualizar, porque es un espacio de lo que nos quieren hacer creer que no existe: haber quedado fuera del mercado. En parte, porque claro que algo sí está dentro, pero jugando a otra cosa. O simplemente jugando, y eso ya es disruptivo. Dice el poema Los peces no conocen el agua, de Walter Lezcano: “La poesía/nunca debería/parecer poesía. /Así es como nacen/los cementerios”. Leo y sigo a Walter Lezcano por otros medios, porque a veces regala poemas que no siempre conocerán forma de libro y que forman parte de esa otra vía que me abre el descubrimiento, al estilo de lo que dice Ernneaux, del presente. El resonar de esa palabra que interpela el ahora, como cuando dice “¿qué hay al final/del camino? / ¿pasto o bots?”

Más viva que nunca, la poesía prolifera en los márgenes, editoriales independientes como Caleta Olivia, Santos Locos, Halley, Azul Francia, Años Luz, son sólo algunos ejemplos. Lecturas, festivales, convocatorias son la floración que no conoce invierno, o precisamente sabe resurgir en todos los inviernos.

 

IV

«Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie» sentenció Adorno, y si bien viene con la aclaración de que esto no es del todo exacto, dice que por lo menos no se podrán escribir poemas alegres. Me trae dudas esto, pienso en Diana y sus “versitos”, en el refugio del poema de Tamara, en esa forma de la alegría que es la ternura. También viene a mi cabeza el poema del palestino Marwan Makhoul: "Para escribir una poesía/que no sea política/debo escuchar a los pájaros. /Pero para escuchar a los pájaros/hace falta que cese el bombardeo." Y pienso que es indispensable. Nacemos y vivimos un tiempo que trae el eco de otros tiempos, y ahí la poesía para encarnar la memoria de lo que pretende ser borrado. Y la poesía para hacernos latir con el presente del que nos quieren anestesiar. La poesía y su poder de tejido de lo invisible, de insufladora de saberes de otros órdenes, de llamamiento, secreto y ondulante por la belleza y la fuerza.

Diría que hoy sólo se puede escribir poesía, aunque la vida y porque la vida. Aunque los silencios. Y en el resonar de este concierto de versos que salvan, me voy oyendo el final de El día de verano, de Mary Oliver, “Dime, ¿qué más debería haber hecho? / ¿No es verdad que todo al final se muere, y tan pronto? /Dime, ¿qué piensas hacer con tu única, salvaje y preciosa vida?”

 

 

Daniela Della Bruna

Es escritora y docente. Ha publicado varios poemarios, entre ellos Suburbio (Raíz Alternativa, 2011) y Caleidoscopio (Remitente Patagonia, 2014), sus últimos trabajos son El día más corto (2021) y Hacia el medio de las cosas (2023), ambos con Halley Ediciones. Coordina talleres de lectura y escritura, también colabora con distintos medios como crítica literaria y columnista cultural.

 

 

 


Fecha29/4/2025
Tiempo de lectura1 min


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