El nombre del dios no es lo importante. Los nombres son máscaras, disfraces. Una vez que se desbarata la escenografía, son dejados de lado. Importa el detrás, el rostro que no se deja ver: el misterio, ese punto de radiación, ese fragmento de fuego que atrae, contamina y aleja.
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A medida que nos adentramos en los orígenes, el agua se vuelve densa, viscosa, como si intentáramos movernos en un lago de brea. Cada metro que avanzamos se asimila a una emboscada. El llamado, que en un primer momento pudo ser diáfano, se distorsiona. Seguir avanzando significa ahogarse en la irrealidad. Hay quienes soportan más el contacto con ese mundo perdido; hay quienes saben moverse con más soltura en la pasarela de noches; y están aquellos que le dan la espalda a esa boca hambrienta, envolvente, que en algún momento de nuestras vidas susurra nuestro nombre.
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El contacto con el misterio puede definirse como una descarga eléctrica. Hay algo que se enciende y algo que falla. Por un lado, es imposible ignorar ese estremecimiento que nos sacude de pies a cabeza. Por el otro, se produce una pequeña desgarradura en el telón de la realidad, hay un elemento abrupto que deslocaliza. Invade la mente (o emerge de los sustratos más profundos de la mente), infiltrándose en la cadena de pensamientos. Lo oculto contamina el vínculo con el presente, esa es su condición, desmembrar el tiempo, sustraer al sujeto del ahora.
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En la prehistoria, el lugar por excelencia donde el tiempo era troceado como un animal, era la caverna. Sitio bañado por una oscuridad demoníaca, palpitante, que transforma a aquellos que reconocen su fuerza. El chamanismo, de hecho, tiene una deuda muy grande con ellas, ya que son el punto donde lo real y lo oculto confunden sus rostros. El chamán regresa mentalmente a la caverna cada vez que va usar sus poderes, evoca el desfile de sombras que temblaron en sus manos.
Pero ¿por qué las cavernas? Porque los mundos perdidos tienden a encontrarse en lo subterráneo, en aquellos lugares donde el imperio del sol termina, donde la oscuridad impone su propio ritmo y la mente se ve envuelta por un horror reverencial.
La caverna es la entraña de la irrealidad, el punto más cercano con el mundo de los espíritus.
Algo que resulta curioso son las pinturas incompletas de animales que encontramos en algunas de estas cavernas. Son dibujos interrumpidos por grietas en las paredes. La figura del animal, simplemente, está sin terminar. La grieta que anula la otra mitad del dibujo es el rayo que cercena a la imagen, el velo que se tiende sobre la representación de la realidad. La hendidura en la piedra es el pasaje a la noche antes del tiempo. Por eso, la caverna fulmina al presente, no hay asidero para aquellos que son convocados por la fuerza que condensan sus paredes.
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Los nombres son máscaras, disfraces. Se desgastan, se quiebran. Pero la potencia que los precede es inalterable. Esa es la raíz desde la que todo emana, la deuda que tenemos con la vida.
Nació el 25 de marzo de 2001 en San Miguel del Monte, provincia de Buenos Aires. Es profesor en historia. Forma parte del equipo editorial de Agua Viva ediciones. En 2020 publicó Las XXXIII Cruces. En 2021, El pasto muerto cría luciérnagas. Integra las antologías Jardín, (Camalote), Niñez (Camalote), Paisaje (Paisaje editora), GPS (Flor de ave), entre otras.
Ha sido uno de los ganadores de la convocatoria Poesía ya! 2022, organizada por el Centro Cultural Néstor Kirchner. En 2023 participó del XVI Festival Internacional de Poesía en la Feria del libro y del Primer Festival de Poesía Bonaerense de Poesía en La Plata.