Probablemente no exista ciudad en la tierra que haya cautivado tanto la imaginación de los seres humanos como Venecia. Situada en el nordeste de la península itálica, a pocos kilómetros del Adriático, y circunvalada por lagunas, rías y marismas, el antiguo archipiélago de 118 pequeñas islas, ha sido, desde su misma fundación, en el 421 de la era cristiana (hace ya 1.603 años), un acicate permanente para el espíritu humano, y a ella se han dedicado infinidad de obras literarias: dramas y comedias, novelas, cuentos, poemas, escritos religiosos, libelos, panegíricos, álbumes privados, libretos operísticos y testimonios de variada naturaleza. La razón probablemente proceda de su geografía, su historia y las particularidades sociales, de formación y de peripecias de los seres que vivieron y viven en ella. Marcel Proust escribió alguna vez: “Venecia, santuario de la religión de la belleza”. La frase compendia el fervor admirativo que caracterizó la relación de la ciudad con los hombres; también, el callado estupor que procede de la mera contemplación de sus antiguas edificaciones y sus venerables reliquias.
Shakespeare no conoció Venecia, pero dio vida a Otelo y El mercader de Venecia. Romeo y Julieta vivieron y murieron trágicamente en Verona, ciudad ubicada a 120 kilómetros de Venecia, en pleno corazón de la región del Véneto y a orillas del Lago de Garda, el más grande de Italia. El hombre nacido en Stratford-Upon-Davon comprendió que la capital de la antigua República de Venecia, y sus entornos, constituían el marco adecuado para la encarnación de los rostros muchas veces contrapuestos de la belleza, la ruindad, el odio, el amor, la codicia y la compasión. Marco Polo, que vivió tres siglos antes que Shakespeare, fue veneciano. La Serenissima constituyó el epicentro y punto de partida de sus inabarcables periplos viajeros. Los viajes de Marco Polo (en su título original Livre des merveilles du monde) fue dictado en una prisión genovesa al escritor Rustichelo de Pisa. La atmósfera de la historia, con independencia de las dilatadas geografías referidas en ella, conservan el embrujo y los sortilegios venecianos.
Giacomo Casanova también fue veneciano. Para su nacimiento, ya habían transcurrido cuatro siglos de la muerte de Marco Polo. Al hombre que poco antes de su muerte expresaría: “Viví como filósofo, muero como cristiano” se atribuye una anécdota que cifra, mejor que cualquier otra, el espíritu disipado e irónico de un habitante de Venecia. Casanova y Madame de Pompadour habían coincidido en una gala en la “Ópera de París”. A la observación maliciosa de Madame de Pompadour de si él procedía de “allá abajo”, Casanova había respondido: “Venecia no está allá abajo, Madame, sino allá arriba”. El hombre irónico y desencantado, viajero impenitente y feliz, seductor incorregible, “el Casanova de los mil rostros”, fue el símbolo perfecto de una ciudad multifacética, esplendorosa y sombría en sus justas proporciones (Casanova mismo lo experimentaría durante su prisión en una de las celdas del Palacio Ducal).
Lord Byron, que nació en 1784, diez años antes de la muerte de Casanova, fue un huésped agradecido y deslumbrado de Venecia. En ella tuvo numerosas amantes y vivió con la condesa Teresa Guiccioli. Su obra Las peregrinaciones de Childe Harold es un homenaje preciso y maravillado a Venecia, de la que entre otros fragmentos escribió: “Parece la Cibeles del mar, recién salida del Océano, emergiendo en el horizonte aéreo con su tiara de orgullosas torres, su paso majestuoso, soberana de las aguas y de sus divinidades. Y así era: sus hijas tuvieron como dote los despojos de las naciones, y el inagotable Oriente vertía en su seno la brillante lluvia de sus gemas. Se vestía de púrpura, y los monarcas se vanagloriaban del privilegio de participar en sus banquetes”.
Casi un siglo después de la muerte de Lord Byron, Marcel Proust centraría en Venecia algunas de sus obsesiones y el carácter anticipatorio del poder arrasador del tiempo. Venecia es nombrada más de cien veces en el índice analítico de la edición francesa de En busca del tiempo perdido. El amor a la madre, y en él, los homenajes a los seres que nos fueron insustituibles, queda reflejado de manera inolvidable en las siguientes palabras: “He llegado a un momento en que, cuando recuerdo el bautisterio, ante las aguas del Jordán donde San Juan sumerge a Cristo, mientras la góndola nos esperaba ante la Piazzeta, no me es indiferente que en la fresca penumbra estuviera junto a mí una mujer vestida de luto con el fervor respetuoso y entusiasta de la mujer de edad que vemos en Venecia en la “Santa Úrsula” de Carpaccio, y que aquella mujer de rojas mejillas, de ojos tristes, con sus velos negros, y a la que, para mí, nadie podrá hacer salir jamás de ese santuario suavemente alumbrado de “San Marcos” donde estoy seguro de volverla a encontrar porque allí tiene su sitio reservado e inmutable como un mosaico, que esa mujer sea mi madre”.
Como con los hombres, sucede con las mujeres. Marguerite Yourcenar, que siempre proclamó la fastuosidad y el refinamiento venecianos, escribió Cuento azul, relato ambientado en el mundo marítimo meridional y que da muestras de la convivencia posible entre la belleza y la atrocidad: “Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar, con la intención de continuar su viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez mil monedas con la efigie del preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta trece mulos. El mercader italiano desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar Dogo, más pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias con la laguna”.
George Sand, escritora cosmopolita por naturaleza, y vinculada afectiva y amatoriamente a algunos hombres geniales del siglo XIX (Alfred de Musset, Pierre Leroux y Chopin) dedicó a Venecia una de las descripciones más extraordinarias que sobre ella se hicieron. En Cartas de un viajero escribió: “Cada parroquia de Venecia celebra magníficamente su fiesta patronal. La ciudad entera se entrega a las devociones y regocijos que se suceden con tal motivo. La isla de la Giudecca, en la cual se halla la iglesia del Redentor, por ser una de las parroquias más ricas ofrece una de las fiestas más bellas. Decoran el portal con una inmensa guirnalda de flores y frutas; se construye un puente de barcos en el canal de la Giudecca, que es casi un brazo de mar en este lugar; todo el muelle se cubre de puestos de pasteleros, tenderetes para tomar café y cocinas de vivaque llamadas “frittole”, donde los marmitones se agitan como grotescos demonios, en medio de la llama y una humareda de grasa burbujeante, cuya acrimonia debe poner en un brete a los que circulan por mar a tres leguas de la costa”.
Es probable que alguna vez la maravillosa ciudad cercana al Adriático desaparezca. Hagamos preces para que eso no suceda nunca; nuestro encendido amor no podría disculparlo. Las palabras formuladas por el escritor ciego Luigi Grotto Cieco d' Hadria, y pronunciadas durante la consagración del Serenísimo Dux de Venecia, Luigi Mocenigo, el 23 de agosto de 1570, serían el rezo adecuado para su perduración eterna: “He aquí la ciudad que a todos inspira estupor. Y yo añadiré que aquí se congregaron todas las virtudes dispersas por Italia al huir del furor de los bárbaros y, tras recibir del cielo el privilegio de los alciones, hicieron en las aguas de esta ciudad su nido. Y concluiré así: quien no la loe, es indigno de su lengua, quien no la contemple, es indigno de su luz, quien no la admire, es indigno del ingenio, quien no la honre, es indigno del honor. Quien no la ha visto, no cree lo que de ella se dice, y quien la ve, apenas da crédito a lo que ve. Quien sabe de su gloria no ceja hasta que la ve, y quien la ve, no ceja hasta que vuelve a verla. Quien la ve una vez se enamora de ella para siempre y no la abandona jamás, o si la abandona es para reencontrarse pronto con ella, y de no ser así, se aflige por no volver a verla. De este deseo de regresar a ella, que pesa sobre todos los que la abandonaron, tomó el nombre de Venetia, como si dijera a quienes la abandonaron, en un dulce ruego: VENI ETIAM, vuelve”.
Juan Basterra
Nació en La Plata, Buenos Aires. Es profesor de Biología. Publicó Tata Dios (2018) y El amor y la peste (2019), novelas históricas que se convirtieron en muy poco tiempo en éxitos literarios. Ambas editadas por Bärenhaus.
Su novela La cabeza de Ramírez fue seleccionada para la Antología bilingüe español-inglés 12 narradores argentinos 2016-2017, editada por el Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Vivió en París y Barcelona. Actualmente reside en Resistencia, Chaco.