Pocos poetas abren sus puertas a todo el mundo y a cualquier edad. Idea Vilariño, Juarroz o Pizarnik, por ejemplo, entran con facilidad en ese pequeño grupo, encuentran lectores en cualquier filiación sensible. A su vez, hay otros poetas cuya grandeza sólo se percibe a partir de cierto momento. Watanabe es, para mí, de estos últimos. Si se lo lee con el apuro de la juventud, en años de formación, sus poemas contemplativos, de versos desplazados, parecen esconder, guardarse algo, retacear el acceso al sentido. En cambio, leída en el medio del camino de la vida, su obra se puebla de exuberancia y sensualidad animal. Lo que, en la torpeza presuntuosa de mi primera lectura, hecha hace ya tiempo, percibí como anecdotario, se volvió ahora una colección de epifanías.
Es que crecí como lector de poesía en la drogodependencia del cotillón objetivista y en el rechazo de la lírica. Según lo veía, había que elegir primero a los poetas autodestructivos, celebrar el gesto punk y el escupitajo sobre el canon. Más tarde, un poco cansado de consumir la pose de la transgresión, esa pasta base iniciática, que es incapaz de renovar nada, me volqué sobre la obra de los que se prosternan ante la santa institución del Lenguaje, así con mayúscula. Una poesía con protagonismo de los procedimientos, alejada de la carne, inquieta por problemas abstractos y autocelebratoria, que muy pronto también quedaría derrocada de mi panteón.
Entre esos dos momentos, pasó ante mis ojos un Pdf de Watanabe, que leí rápido, con espíritu predatorio, más por incorporar su referencia a mi sistema que por placer, y que después no sé si borré o perdí. Retengo vagamente esta escena de lectura: en el primer departamento en el que viví solo, donde no tenía internet y los archivos entraban a mi computadora desde el pendrive de algún amigo, de espaldas al balcón, con la persiana baja, para que las polillas no orbitaran alrededor de mi lámpara, recuerdo que dije en voz alta, “para la enseñanza tipo haiku prefiero a un japonés de verdad”.
Ahora, más de una década después, y a dos meses de recibir su Poesía completa como regalo de cumpleaños, leo algunas entrevistas en las que Watanabe se queja de que japonicen su obra, y me avergüenzo en secreto. No sólo por haberlo japonizado yo mismo, desde aquella lectura desatenta, sino también por repetir el gesto bobo de juzgar una obra tan viva desde la circunstancia genealógica de su autor. Sin dudas, como él mismo lo dice, dos grandes linajes confluyen en él, uno oriental y otro andino, pero en el carácter irrepetible de su orfebrería poética, esa confluencia ocurre por decisión autoral, no por destino. En eso se cifra la grandeza de Watanabe como poeta universal.
Por otro lado, su manera de trabajar con la tradición es la de un clásico. Watanabe dialoga abiertamente con la historia de occidente. Tiene un libro que es una versión libre de Antígona, un libro sobre Cristo y otros en los que la familia, la naturaleza y la reflexión sobre el lenguaje son temas transversales. Para lectores como uno, que aprendieron poesía con la espalda apoyada en el paredón de fusilamiento del canon, pero que se refugiaron de la intemperie con el fuego de los márgenes, Watanabe es una buena pila de ladrillos sobre los que asentar el cráneo, suspirar y decir en voz baja “qué animal tan extraño”.
Pero hay algo más, un modo de construir el poema, una estrella que brilla para adentro, que calla cuando esperamos que hable. El poeta peruano es un maestro consumado en el uso del correlato objetivo, en hacer que en la superficie tensa del poema aparezcan sentidos que nunca se nombran como realidades en sí, sino como figuraciones, como traslados. Sus poemas hablan desde un mundo temporal, ajeno a toda trascendencia, se expresan en la materia, en los cuerpos, en carne y animales, en piedras. Tomo por ejemplo la rana del comienzo de El nieto: “Una rana/ emergió del pecho desnudo y recién muerto/ de mi abuelo, Don Calixto Varas. /Libre de ataduras de venas y arterias, huyó/ roja y húmeda de sangre/ hasta desaparecer en un estanque de regadío.” En la literalidad irónica con la que se enuncia la emergencia de la rana del pecho del abuelo muerto, se cifra algo mucho mayor que un episodio maravilloso. La rana es, lo sabremos recién en el remate, no un órgano enfermo, sino en metamorfosis, una parte del cuerpo que se reintegra a un orden cósmico mayor.
En este sentido, según dice Jaramillo Agudelo en la introducción a la Poesía completa, el carácter eminentemente visual de la obra de Watanabe, tanto como su austeridad verbal, son notas que lo aproximan al haiku. Yo creo que eso es cierto, pero agregaría algo más: lo que también lo acerca a la zona en la que se capta la profundidad de lo efímero es el aprendizaje silencioso que se desprende de sus poemas, como si el lector ingresara a ellos del mismo modo en el que se entra a un espacio nuevo. El poema como vivencia, como rapto desde y hacia un lugar en el que las cosas desplazan a los símbolos y en el que lo concreto habla de lo más lejano, pero sin mencionarlo.
Lo que se ve, lo que se comprende —que es siempre algo mucho más profundo que lo que se conoce—, son las reglas de este mundo, encuentros, asociaciones inesperadas entre el ojo del poeta, sus recuerdos y aquello que contempla. Frente a la posibilidad de decirlo todo, Watanabe elige el refrenamiento. Nos lleva de la mano por las distintas imágenes que le dan espesor a sus poemas y nos abandona, nos deja solos, se va sin que escuchemos sus pasos. Watanabe se retira antes de exhibir el efecto. Cuando nos damos vuelta, él ya no está. No necesita explicar, ni cerrar los poemas con un golpe de gong. Como dice Mike Wilson sobre Wittgenstein: el sentido, en los poemas de Watanabe, no está antes de las cosas, sino en ellas, tácito, presente pero mudo. Desde ahí venimos nosotros, los lectores de su poesía completa, llenos de una vida efervescente y sin nombre.
“En la escuela rural sabíamos poco/ pero sospechábamos mucho”, dice el poeta en Canción. Esa oposición entre el saber y la sospecha, entre lo que el lector ve y lo que ve el ojo interior que navega dentro de la carne es la que funda una dimensión del sentido que está presente en cada cosa y acción, como parte migrante y silenciosa del asombro total al que asistimos cuando leemos a Watanabe.
Joaquín Vázquez (Rosario, 1990)
Es profesor y licenciado en Filosofía por la UNRC. Publicó los poemarios La voz en los maderos (Ed. Cartografías, 2016), Observaciones sobre las plantas (HD Ediciones, 2020) y Golpes en la puerta (Kintsugi editora, 2024); el libro de cuentos El nacimiento de un genio (Trench Editora, 2019); el libro-álbum ¿Qué es una criatura? (Ed, Cartografías, 2021); y Crónicas de infancia (Kintsugi, 2018/2022, dos ediciones). Dicta talleres literarios y coordina la Escuela Federal de Escritura.