Desde que tuve uso de razón, mamá nos llevó cada sábado a visitar esa tumba. Más allá del clima, en los días más soleados y en los de lluvia torrencial, con frío, con humedad, saltando charcos o pateando hojas secas. Incluso en vacaciones, no había sábado que se le escurriera. Mi hermano y yo estábamos obligados a ir. Eso lo descubrí con el pasar de los años. En aquel entonces todo parecía tan natural, tan inevitable, que ni siquiera nos atrevíamos a cuestionar nuestra presencia allí.
Entrábamos en silencio al cementerio. No hacía falta que mamá dijera nada, con solo cruzar la reja negra, sabíamos (aún sin saberlo) que debíamos guardar un silencio total, un silencio de muerte, como bromearíamos años más tarde con M., mi hermano menor.
Mamá los sábados se vestía como una princesa. Un vestido recién planchado, siempre gris o negro, verde musgo a lo sumo, que olía a apresto debajo del perfume de delicadísimo geranio que ella solía ponerse. Zapatos negros de taco bajo, que hicieran poco ruido y no llamaran la atención a su paso. El pelo impecable, recogido en un rodete. Sus ojos verdes se tornaban tristes los sábados. Con el tiempo comencé a pensar que tal vez esa tristeza había estado siempre allí, agazapada, solo que, en la semana, con tanto trabajo que le dábamos, se escondía entre la productividad, los reclamos de papá y el intento por hacer felices a sus dos hijos vivos. Pero el sábado el verde perdía su brillo, se volvía opaco, apagada la mirada. La piel de mamá parecía de porcelana, una porcelana perfecta, blanquísima, reluciente, sin un defecto, casi podía verme reflejado en esa piel.
Antes de cruzar la reja, comprábamos flores: lirios blancos o jazmines, una rosa blanca, en su defecto. Todo blanco para J. quería mamá los sábados. Sus manos, cubiertas en invierno por un par de guantes bordó de cuero, se repartían. Una para mí, que a mi vez sostenía con mi otra mano las flores recién compradas, y la otra para el carrito que llevaba a mi hermano. Con los años, el carrito pasó a ser otra mano de niño, con quien nos turnábamos para llevar las flores, un sábado cada uno. Atravesábamos el cementerio en silencio. Primero un largo corredor en línea recta desde la reja negra, después un giro a la izquierda en la tercera callecita que se asomaba, nuevo giro a la derecha, y allí estaba. La referencia, por si alguna vez nos perdíamos, era la escultura de la niña con su perro. Yo estaba convencido de que allí yacían ambos cuerpos. Hoy me pregunto si será posible sincronizar las vidas y la muerte para ser enterrado con tu mascota.
No bien encontrábamos la puerta (cada sábado sentía que estábamos buscándola por primera vez), mamá hacía una pequeña reverencia con la cabeza, un saludo que honraba a quien dentro yacía. Suspiraba, levantaba su cara y nos miraba. Primero a mí, luego a las flores, luego a M. Más de una vez noté que a las flores les dedicaba un instante extra. Como si mirarlas significara verlo a él, como si algo de esa vida le devolviera la suya. Mamá apretaba un poquito mi mano en signo de voy a soltarte, soltaba también a mi hermano (o su carrito), y abría con cuidado su carterita de cuero de avestruz que papá le había regalado el año en que J. murió. Con la mano izquierda la sostenía mientras con la derecha hurgaba dentro, buscando la pequeña llavecita. Cuando la encontraba, la sacaba con sumo cuidado, cerraba el broche de la cartera y daba un paso para introducir la llave en su cerradura. Abría una de las hojas de la puerta y luego la otra, hacía una inhalación profunda y daba un paso más. Ese era el momento del cambio de las flores. Mamá tomaba con sus manos el florero (que había llegado allí el mismo día que J., fue el último regalo que su madrina pudo hacerle) y observaba las flores que habíamos llevado la semana anterior. Contemplaba el ramo con delicadeza, una a una en detalle. Generalmente, las hojas estaban secas y los pétalos amarillentos, pero siempre había una flor reluciente o un pimpollo naciendo. Era curioso. Mamá salía de la bóveda, tiraba las flores en el tacho que estaba a unos metros, el agua en la alcantarilla que corría debajo, y caminaba un poco más, hasta la canilla que estaba en la esquina. Renovaba el agua del florero y se acercaba para que yo desenvolviera las flores recién compradas y las colocara con cuidado, una a una. Eso me hacía sentir especial, creía que era mi tarea y la de nadie más. Pero cuando M. empezó a crecer, comenzó a reclamar su derecho a cambiar las flores. No me gustaba compartir mi único hacer allí, pero entendí que al menos así, nos sentiríamos menos solos.
Mamá apoyaba el florero sobre la mesada de mármol. Nos decía ya vengo, espérenme acá, y bajaba la escalera. Eran siete escalones, los conté mil veces cada sábado. La veía desaparecer luego del séptimo, doblando a la derecha, quedando ella inalcanzable a mi vista, bajo el piso que yo miraba mientras la escuchaba llorar. Pronunciaba palabras inaudibles, creo que rezaba. A veces M. se movía en su carrito y yo me acercaba a jugar un rato con él. A medida que fue creciendo, las visitas al cementerio se me hacían más cortas, me la pasaba corriéndolo por los pasillos, entre gatos y estatuas. Algunas parecían humanas, otras parecían demonios y nos daban mucho miedo. Recuerdo una vez que M. me estaba corriendo a mí, habíamos empezado a agarrarle el gustito a la visita semanal, encontrábamos cada vez nuevos lugares donde escondernos. Al doblar en una esquina para tomar otro pasillo, me choqué con un hombre esquelético. Nunca había visto alguien tan flaco y tan desdentado. Contuve un grito, y salí corriendo. Ese día volví a casa dudando si había visto un moribundo o un muerto.
Mamá pasaba alrededor de cuarenta minutos ahí abajo. Lloraba un rato y luego rezaba, a veces cantaba un bolero o charlaba con J., mientras M. y yo esperábamos. No siempre teníamos ganas de correr, a veces solamente nos sentábamos en el primer escalón a esperar que terminara el ritual.
Una mañana de mayo, M. tenía cinco años y yo nueve, salimos como cada sábado. Papá nos saludó desde la puerta, él nunca nos acompañaba al cementerio. El dolor de mamá era hondo y silencioso. El de papá era insondable.
Caminamos, uno de cada mano de mamá. Había llovido durante toda la semana, y nosotros íbamos saltando charcos. Mamá cada tanto nos daba un apretón en la mano, como signo de que dejáramos de hacer eso, de tanto en tanto agregaba un basta mientras frenaba un momento la marcha. Nos miraba y reanudaba el paso, sin soltarnos, creyendo que dejaríamos de molestar. Y generalmente eso sucedía, pero aquella mañana yo estaba especialmente inquieto. Hacía días venía pensando en algo, y necesitaba contárselo.
Cuando llegamos al puesto de flores, mamá eligió unos nardos. No sé si habrá sido el perfume embriagador o el hecho de verla eligiendo algo distinto, pero me sentí lleno de coraje y le pregunté: Mamá, ¿puede contarme cómo murió mi hermano J.? Sus ojos se abrieron sorprendidos, la vi tragar saliva y sentí su mandíbula tensionarse. No puedo contarle ahora, hijo, respondió mientras reanudaba la marcha y casi nos arrastraba para cruzar la reja negra. Como si ese gesto le garantizara mi silencio. Hubiera querido preguntar ¿Y si no es ahora, entonces cuándo? Pero sentí en el hombro el eco del tirón en la mano, y entendí que no debía insistir.
Recorrimos el camino interno de siempre y llegamos a la bóveda. Sutil reverencia de cabeza, ahora no era solamente mamá la que la hacía, M. y yo la seguíamos en su gesto. Abrió la carterita de siempre, encontró la llave, abrió la puerta. Una hoja y luego la otra. Tomó el florero para vaciarlo, le puso agua limpia y me lo acercó para que ordenara los nardos. Los puse uno por uno, sintiendo su aroma dulce, inhalé tan hondo como pude y di un paso para apoyar el florero en la mesada de mármol (hacía ya un año que esa parte de la tarea me correspondía solo a mí). Fue un instante, una milésima de segundo, imperceptible… aunque tal vez hubiera sido evitable. Apoyé el florero sin darme cuenta que estaba muy sobre el borde. Al darme vuelta, mientras mamá bajaba uno a uno los escalones que la llevaban a encontrarse con J., escuché el cristal estallar contra el piso. El agua en mi pantalón, los vidrios en mis zapatos, la cara de mamá volteando a mirarme. No le importaba si yo estaba bien, le importaban las flores, le importaba la ofrenda semanal a J., le importaba ese pedazo de ritual que se rompía para siempre. Sus ojos me miraron fijo, parecía gritar adentro desesperada. Una lágrima se asomó apenas, ella cerró los ojos. Respiró hondo y siguió bajando la escalera. Supe en el acto que esa sería la última vez que M. y yo visitaríamos a J. en el cementerio.
Nació en Buenos Aires en 1985. La escritura es el hilo que tensa y traza el devenir de su vida.
Estudió Letras, y es Doula de nacimiento y de muerte. Trabaja como docente y acompaña procesos vitales, donde integra diferentes saberes y disciplinas que ha explorado y aprendido a lo largo de los años.