En el televisor del comedor, un chef explica cómo preparar un plato que Alejo no va a probar nunca. En la cocina, calienta fideos del día anterior en el microondas. Come rápido, solo, y apura los movimientos para dejar todo limpio antes de encerrarse en su habitación. Son casi las trece. Falta poco para que vuelva su padre del trabajo. Esa rutina simple, anodina, ya está cargada de una tensión que se repite.
Un mediodía, Alejo sube al quincho, y desde allí trepa por una escalera azul, “media despintada y enclenque”, como la describe Grendas. La escalera lo lleva a la terraza, ese espacio suspendido donde espía a la vecina que toma sol en su patio, fantasea con su cuerpo, y también con el vacío al que se asoma. La mujer —una señora de cuerpo exuberante— se convierte en una presencia fija en sus escapadas al techo. Mirarla desde lejos y desearla en silencio se vuelve casi un ancla. Un secreto privado que le permite sentir su cuerpo de otra forma. En la terraza, al menos, puede estar solo. Planea hacer un agujero en el mosquitero del quincho para dejar una nota. Algo que se parezca —o que conteste— a la que dejó su madre antes de irse. Mira hacia abajo. Doce metros, calcula.
En Agujeros, Sebastián Grendas construye una narrativa contenida, íntima y brutal, donde cada silencio, cada hueco, cada rutina, se convierte en un espacio de amenaza o de fuga. La vida de Alejo, adolescente de quince años, se dibuja a partir de esos indicios que, como los agujeros del título, no siempre se ven a simple vista, aunque están ahí, dejando pasar el frío, el miedo, la angustia.
El flashback del abandono materno funciona como punto de quiebre, sin embargo no es el único. La madre se va, sí, deja una nota donde dice que no aguanta más, y también deja un hijo. Ese abandono no se llena con palabras ni con explicaciones. Apenas si hay restos: un cuarto que sigue igual, una tía que llama de vez en cuando, una carta que nunca llega. El padre, conservador, seco, rígido, se encarga de suplir la ausencia con horarios, cremas para después de afeitar que le queman la piel en cuanto se las pone, desayunos abundantes y frases duras. Habla lo justo. Ordena. Espera. Juzga.

“… Metido en la cama, Alejo exploraba el agujero del jogging, lo recorría con los dedos de atrás hacia adelante. Ya era hora de que lo arreglara. Por suerte se había descosido, era menos grave que si la tela se hubiera desgarrado. Finalmente su mano quedó ahí, cómoda y detenida”.
Alejo vive encerrado en su cuarto, rodeado por objetos que dicen más, sin que él tenga que decir nada: un jogging con un agujero en la entrepierna, un buzo del colegio arruinado, un deseo que nunca se menciona en voz alta, como la pistola de aire comprimido que vio en una revista del padre de su amigo. Con ese objeto imaginado, tal vez podría recuperar algo de control. Quizá no lo molestarían más. Probablemente dejaría de sentir miedo.
Porque en esa casa donde la violencia circula en voz baja —en los gestos, en los modos de corregir, castigar, mirar o callar—, la comida se vuelve un eje que atraviesa toda la novela: preparar un desayuno exagerado como muestra de “cuidado”; dejar de comer ante un comentario; escuchar recetas en la televisión mientras el cuerpo propio se vuelve un problema. Comer, no comer, esconder, tragar. Cada acción aparece teñida por una relación ambigua con lo corporal, lo afectivo, lo que no se dice.
“… Él podía coserlo, había visto a su abuela arreglarle algunas medias rotas, no era difícil: tenía que enhebrar la aguja, juntar las partes de la tela descosida y seguir la línea de la costura original. A máquina sería mejor, pero él no sabía usarla.
Se durmió desnudo y con la manta hasta el cuello”.
Agujeros también ofrece algunos respiros. La tía Julia, que llama para saber si puede ir a prepararle el almuerzo cuando el padre no está. Lucas, el amigo que parece no tener miedo de nada, habla de sexo con soltura, lo acompaña a espiar desde la terraza, lo invita a mirar, a imaginar, a compartir fantasías. Esos vínculos no salvan, pero alivian. Le brindan a Alejo, al menos por momentos, un espacio menos hostil.
La escritura de Grendas es precisa y punzante. No hay subrayado ni melodrama. Cada escena parece mínima, sin embargo carga una intensidad enorme, como si esos agujeros que se van abriendo —en la ropa, en el mosquitero, en las rutinas— dejaran también espacio para que algo entre.
Sobre el autor
Sebastián Grendas (Buenos Aires, 1982). Es psicólogo y se desempeña en el área del psicoanálisis. Como autor de ficción, trabaja en distintas novelas junto al escritor Luis Mey. Compiló el libro Borges. Nuevas lecturas desde el psicoanálisis (Vergara, 2021). Tiene publicados artículos que cruzan el psicoanálisis con la literatura en las revistas especializadas Significantes, Tópica y En el margen. Dicta cursos de posgrado en el Hospital de Emergencias Psiquiátricas Torcuato de Alvear, donde desarrolla parte de su actividad laboral. Agujeros (Esa luna tiene agua, 2025) es su primera novela publicada.
Sabrina Álvarez (9 de Julio, Buenos Aires)
Es escritora y técnica en corrección de textos editoriales. Se formó en narración creativa en Casa de Letras y asistió a talleres y clínicas con Adriana Romano, Martín Sancia Kawamichi y Nicolás Hochman. Sus cuentos fueron premiados en concursos literarios de Argentina, Colombia y España.
Es autora de la novela Piacenza (2018) y del libro de cuentos La piel que te abriga (2022), ambos publicados por Modesto Rimba.